ABRIGOS DE SANGRE


Pedro Samsa, un hermoso ejemplar humano de 15 años, maduro, fuerte, corpulento; uno de los hombres más preciados y, al propio tiempo temidos, de su grupo, después de terminar su ración matutina de avena, frutos secos y leche malteada, con exquisita lentitud y concienzuda predigestión bucal, salió enseguida del comedor sin entretenerse a realizar los ejercicios preceptivos de digestión estomacal en la nave de descanso. Aquel día se encontraba especialmente excitado, aunque no podía ni remotamente adivinar el porqué. Los vigilantes de turno lo siguieron con la mirada, y cruzaron las suyas, dudando como siempre de importunar al hercúleo Samsa que salía aquel día a la explanada de ejercicios antes que nadie, y también antes de que llegara ningún instructor. Los dos acorazados guardias, como cualquier otro espécimen de su raza a pesar ir armados hasta los dientes, se lo pensarían dos veces antes de provocar un ataque sin estar seguros de que debían hacerlo, es decir, arriesgándose a provocar un conflicto en el interior de los nidos, sobre todo ante la eventualidad y consiguiente oprobio de ser derrotados por él. Muchos decían que él sustituiría al viejo Caleni en las funciones de gobierno del grupo humano. Aseguraban que estaba siguiendo sesiones de iniciación al abrigo de miradas curiosas. Rumores de comedor corrían aseverando que mientras copulaba impartía a las mujeres secuencias de la Palabra, que las aleccionaba sobre el fin último de su existencia, que sus frases estaban cargadas de un contenido trascendental poco corriente en los demás hombres del grupo. Sea como fuere, pocas veces nadie se atrevía a indicar o a reprimir, y mucho menos castigar, al gran Samsa, excepción hecha, naturalmente, del propio Caleni.

Pedro subió sin pensarlo a la pequeña azotea de la torre del Cuerpo de Guardia, para ver mejor el pabellón de las mujeres y comprobar si habían salido ya a la explanada de ejercicios. Instintivamente su cuerpo le empujó a realizar ejercicios de a pie. Es comprensible que en un hombre como Samsa su cuerpo tenga que estar en constante estado de ejercicio, sobre todo por la mañana, después del desayuno que sigue a los ejercicios de alborada, que no son más que puras sesiones de distensión de músculos y tendones, activación del fluido sanguíneo y linfático y, en suma, preparación del sistema nervioso para la activa jornada diaria, tras el profundo sueño reparador. Los Guardias lo miraban con una mezcla de curiosidad y respeto, y también lejano asomo de envidia hacia uno de los más fecundos sementales de esa especie que en tiempos muy lejanos dominó el planeta.

Bien pronto Pedro se impacientó al ver que nadie salía de los pabellones femeninos, sin percatarse que él mismo estaba incumpliendo las reglas, y que de su propio pabellón de machos aún tampoco había salido nadie al exterior. Se sentó con las piernas cruzadas y la columna erguida, y se entregó a una larga serie de ejercicios de rotación de los músculos abdominales, para acelerar la digestión estomacal, aun a sabiendas de que esas prácticas solo estaban permitidas en el caso de que la digestión resultara difícil, y solo para después del almuerzo. Como hemos apuntado antes, aquella mañana algo en su interior le empujaba a tener prisa; el espíritu que canaliza las energías del cuerpo tiraba de él con fuerza, diríamos que con rabia, desbordando el ritmo vital cotidiano, sin que pudiera explicarse la razón. Hacía ya varios días que una creciente inquietud y desasosiego amenazaba con hacer explotar una poderosa fuerza desconocida en su interior arrastrando cuerpo y espíritu hacia una nueva dimensión de su ser.

Esa extraña sensación pareció cobrar un sentido en el momento en que los guardianes del pabellón de mujeres franquearon la puerta al primer grupo que salía ya a la explanada, a hacer sus ejercicios matinales, encabezado por la hermosa Jandra (diminutivo de Alejandra) Somor, hija de la legendaria Paula Somor, que no fue entregada hasta haber concebido nada menos que a diez hermosos ejemplares de hembras. Ella lo vio enseguida, y se detuvo a pocos pasos de la puerta. También se sentía extrañamente inquieta, pero sabía muy bien cuando empezó todo; en el momento que copuló por primera vez con aquel espléndido macho y fue percatándose de que poco a poco que la hacía objeto casi exclusivo de sus atenciones, aun a sabiendas de que eso contravenía las reglas del grupo, y desafiando con aquella desbordante fuerza, de la que siempre estaba poseído, a cuantos se mofaban, o simplemente le advertían de que la monogamia conducía solo a la decadencia, según podía leerse en muchos versículos de la Palabra. Por su parte, ella también manifestaba poco interés por esa regla, que, según explicaban con diáfana claridad los tratados de sexología, había conducido al desastre a la especie humana, dominante de la Tierra por espacio de más de sesenta siglos. Un conglomerado de reflejos aprendidos la obligaban a buscar otro macho apetecible de entre los que podía otorgarle su propio grupo, pero un instinto implacable parecía tirar de ella desde las raíces de los cabellos hasta la planta de los pies, impulsándola a buscar y a conseguir una vecez más aquel magnífico ejemplar que la contemplaba encaramado a la torre del Cuerpo de Guardia, estático, en perfecta postura de tensión sentado; todas las fibras de su cuerpo listas para disparar energía a raudales, y sus brazos y piernas a punto de dar el salto ritual, como había leído que lo hacían antiguas especies inferiores, ya extinguidas, llamadas tigres.

Jandra, involuntariamente, y olvidándose de la norma que estipulaba por lo menos dos largas horas de ejercicios gimnásticos, juegos deportivos y otros entretenimientos puramente físicos, se sintió irresistiblemente impulsada a desplegar su cuerpo en alguna forma espontánea de la danza del amor, antes que pensar en la necesaria preparación. Sus fibras, su sangre, sus músculos e incluso su pensamiento estaba recibiendo descargas potentísimas de sus órganos genitales, que la obligaban a concentrarse en la cadencia sexual, mirando fijamente, poderosamente, al macho al que llamaban Pedro Samsa.

De pie, sin percatarse de la presencia de las demás, que pasaban a su lado y se reían de sus tempranos apetitos sexuales, ajena a las órdenes de las instructoras, comenzó a dar unos breves pasos de puntillas, los brazos grácilmente sobre la cabeza, los dedos extendidos dibujando en el aire caliente de la mañana el volar de las antiguas especies inferiores, ya extinguidas, que se llamaron pájaros. El cuerpo suavemente erguido, balanceándose a un lado y a otro para dar una graciosa movilidad a sus hermosos senos. Y a cada paso, antes de colocar la punta de los pies en el suelo, tensaba la pantorrilla para realzar su redondez y generosa feminidad. Cada cinco o seis pasos giraba en redondo doblándose ligeramente hacia delante y tensando las nalgas para realzar ese precioso templo exclusivo de las hembras. Avanzaba hacia el pie de la Torre de Guardia, distante de todo cuanto ocurría a su alrededor, ajena a las voces de las instructoras y de sus compañeras. Su cuerpo era transportado por la electricidad divina del amor y no respondía a otros impulsos que los que emanaban de su profundo interior gobernando con fuerza increíble los planos superficiales y fisiológicos. No apartaba la vista del hombre, y en sus evoluciones cada vez más tensas, cada vez más acusadamente eróticas, iba acentuando todos los recursos que el instinto amoroso le había sido otorgando a lo largo de sus nueve años de vida.

En un momento dado de su danza, con los brazos suavemente en cruz, la cabeza inclinada hacia un lado y algo hacia atrás, sin dejar de mirarle, los cabellos en parte tapizando sus hombros, las piernas dobladas, una hacia delante y las caderas hacia atrás pulsando la suave cadencia de un coito imaginario, una de las instructoras avanzó hacia ella dispuesta a interrumpir su éxtasis. Pero se detuvo en seco. La sombra del macho, proyectada desde la Torre, sobre el suelo de arena y pajas del patio, se alargó bruscamente. La instructora levantó la vista hacia la pequeña terraza y dio un paso atrás. El poderoso Pedro Samsa se había levantado. Una estatua robusta, inmóvil, las fibras de sus fuertes músculos vibraban acompasados por la profunda respiración que impulsaba el abdomen y la voluminosa caja torácica. La expresión dura de su rostro cuadrado, medio oculto por la negra cabellera, los músculos maseteros tensándose rítmicamente, las venas de los brazos contrayéndose en rápidas palpitaciones. Medió un silencio poco corriente en el grupo. La instructora vaciló. Jandra siguió sin detener su cadenciosa danza, antes al contrario, excitada por la imponente belleza del hombre, acentuó la amplitud de los movimientos del cuerpo. Suaves contracciones del vientre parecían impulsar cortos y delicados pasos, al tiempo que todo su cuerpo seguía las oleadas de sus caderas, la rotación suave de la pelvis. Los ojos entornados, los labios despegados y húmedos, los cabellos caracoleándose sin peso alrededor de sus dedos, de sus hombros, de su diminuta nariz, de sus rosados y turgentes pezones, puntas de lanza de aquel mágico asalto.

Iba ya la instructora a extender sus dedos para tocar a Jandra con su vara e interrumpir el encanto, cuando se detuvo y volvió de nuevo la mirada hacia la Torre, y los replegó inmediatamente. El hombre se había encorvado con los brazos extendidos a media altura y las piernas flexionadas. La instructora retrocedió. Y el hombre pegó un larguísimo salto, desplegando todo su cuerpo, como un fuelle, en el aire como si se complaciera en imitar antiguas especies inferiores a la humana, ya extinguidas, que saltaban muchos metros sobre precipicios, vaguadas, ríos, o que volaban lento y sostenido, y que se llamaron leopardos y águilas.

Jandra lo siguió con la vista y con el cuerpo, y se estremeció hasta las raíces de los cabellos cuando tocó tierra, después de la larga caída, y sus músculos pegaron un tremendo latigazo, un fogonazo de energía vital que hizo retroceder a cuantas hembras habían salido ya al patio. Quedaron unos instantes mirándose frente a frente. Y por fin ocurrió. No había sucedido desde los tiempos en que su progenitora convulsionara hondamente las relaciones sociales del grupo, con sus explosivos amoríos sostenidos sin tregua con el famoso Juan Oscor, que escribió un hermoso libro de goces sexuales y de experiencias trascendentes a través del amor, la noche antes de su entrega, en el apacible recogimiento de su nido individual. No había ocurrido desde entonces, el hombre sonrió a la mujer y esta reconoció aquella sonrisa como suya y se la devolvió dibujando con sus labios algo más sublime que una sonrisa. Los ojos del hombre brillaron, y en ese destello no fulguraba únicamente la fuerza del sexo, la trascendencia del amor, sino una íntima comunicación entre ambos, un puente, un enlace conductor entre los canales de energía que sacudía a ambos, que los hacía vibrar, que los hacía vivir.

La instructora se apartó definitivamente, pasara lo que pasara luego, ella no podía interrumpir una danza amorosa. Constituía aquello una norma tácita; si bien los juegos amorosos debían tener lugar según las normas usuales del grupo, después de los ejercicios físicos de preparación del cuerpo e higiene fisiológica, en ocasiones como aquella en las que a simple vista se podían augurar frutos de indiscutible fecundidad, ningún instructor, celador, guardián o quien fuese, osaría atreverse a interrumpirlos, y por lo tanto eliminar la posibilidad de obtener esos frutos, y con ello contravenir la norma más sagrada de toda la comunidad: reproducirse en individuos de la máxima calidad, y en la mayor cantidad posible. Las reprimendas vendrían después, aunque en el caso del gran Samsa, aquellas tendrían que llegar de labios del anciano Caleni. La instructora retrocedió aún más. Tocó su silbato después de volverse hacia las demás y se las llevó aparte, al fondo de la explanada. Dudó unos instantes en abrir la puerta y conducirlas a la explanada contigua, porque pensó que las danzas amorosas que iban a tener lugar en breve podían constituir un buen ejemplo y estímulo para las demás, y aquella podía convertirse en una jornada muy productiva para el grupo. Los Krop estarían muy satisfechos y a lo mejor les obsequiaban con alguna forma de comunicación, de aquellas que en raras ocasiones logra salvar el abismo entre dos especies de niveles distintos. Parecidas a las que los hombres de las épocas en que dominaron la Tierra sostenían con las especies inferiores, ya extinguidas: los perros, los caballos, los gatos, las ovejas, etc. La instructora hizo alinearse en anfiteatro a las mujeres para realizar los ejercicios físicos frente a los dos amantes que ya avanzaban uno en busca del otro, y para que el espectáculo entrara rápidamente a alimentar los resortes condicionados y las reacciones subliminales, a través del ejercicio de la contemplación.

Pedro avanzó hacia Jandra con los brazos extendidos, los dedos tiesos en busca de los de la hermosa mujer, en busca de los suyos también extendidos, sin borrar una bella sonrisa en su duro rostro. Habían estado entregándose día tras día al complejo juego del amor sin terminar de descubrir sus últimos recovecos, sin completar todos los goces ni todas las posibles formas de comunicación corporal y espiritual. Sus labios se entreabrían pero aún sin pronunciar palabra. Por fin sus dedos se tocaron y recorrió a ambos la poderosa descarga eléctrica, avalancha de fuerza emergente de sus cuerpos, parecida a los antiguos aparatos que usaba la especie humana, en las épocas de hegemonía entre las especies encarnadas, que se llamaba batería. Y entonces comenzó la danza a dos. Los cuerpos se acercaron lentamente, y los labios susurraron palabras únicamente reconocibles para ambos, porque las habían inventado ellos a lo largo de sus juegos amorosos exclusivos, frases mágicas que solo ellos conocían, y que se confundían con las sensaciones del roce de la piel, la intensidad de la presión de una caricia, el lenguaje de los labios al recorrer lentamente, concienzudamente, cada milímetro de la piel del amante. El idioma del calor que emana de la boca y que se confunde con el de la otra boca. La sabiduría de los ojos y de sus variadísimos destellos. Del poder y del arrastrar de los músculos. Del ritmo que en cada momento va cambiando el palpitar de una vena, la tensión de un músculo, el cadencioso movimiento de una pierna al entrelazarse con la del amante. Y por fin el tremendo hormigueo, el brusco tirón, semejante a la descarga de una enorme y larga cuerda que, atada en el punto más profundo del amante, arrastrara esas entrañas hacia fuera, hacia las entrañas devoradoras del amante, y viceversa, hasta confundirlas, hasta confundirse un amante con otro, un cuerpo con otro, y el coito convertirse en un transporte apasionado de energías vitales, haz de descargas controladas e incontrolables, previsibles y espontáneas, flujo en ambos sentidos. La danza toma todas las posiciones posibles. Es una danza lenta y frenética. Suave y dura. Delicada y cruel. Vehemente en su cristalina dulzura. Jandra utilizó el poderoso miembro masculino de su compañero muchas veces aquella mañana como transporte directo de aquel intercambio de vidas, de sustancias, a la manera normal y también a las maneras prohibidas, segura de que aquellas solo constituían un refuerzo de la actividad permisible. Consciente de que cualquier eyaculación que tuviera lugar fuera de su conducto vaginal, lejos de resultar estéril para la producción del grupo, era sin duda un refuerzo, un reflejo para futuras copulaciones. Eso pensaba, y no únicamente como excusa para sus desenfrenos, que ya habían desbordado cualquier ejemplo que en el grupo se recordara de años anteriores, sino como razonamiento espontáneo de su madura conciencia. Lo utilizó para regar todo su cuerpo con la vida de su amante, y para lanzarlo a él hasta cotas celestes de placer que, lejos de rayar en el peligro del hastío y de la erosión de lo conocido, lo ligaran más a ella, le dieran su propio nombre y sus células femeninas fueran las suyas propias masculinas, y su poder masculino fuera el suyo propio femenino, y su necesidad de liberar y de crear energía vital perdurase en ella mucho tiempo… hasta el día de la entrega. Y no lo hizo por emular a su progenitora, porque la emulación, la imitación, la copia no es nunca fuente de energía vital, sino reflejo frío de la misma, rastrojo inanimado de cualquier manifestación natural, que no nace de los individuos fuertes sino de los que se creen débiles sin tener el valor para ahondar en sí mismos y descubrir su propia energía, la que lleva su propio nombre, y no otro.

Los amantes quedaron postrados uno al lado del otro, entrelazados sus miembros, y sus labios dulcemente cansados rozándose, disipando lentamente sus alientos sobre la arena removida, la paja destrozada por el fragor de los cuerpos; y los espectadores, transportados por el espectáculo increíble, pero ajenos, eso sí, a las dulces palabras de gratitud que un amante le susurraba a otro, a los sueños ingrávidos de los que un amante hacía partícipe al otro, de las chanzas, de los paseos por el medio cielo, que solamente el amante podía entender del otro, y nadie más. Y esa sensación de paz, de compleción, de infinito, que sobreviene cuando todo, absolutamente todo lo que pueda venir a continuación carece ya de importancia, sea lo que sea, porque los amantes se han convertido en dioses, y esa divinidad ha trascendido su nivel de especie para tal vez comunicarse con los Krop, o con otra remota especie incluso superior a ellos, venida también de algún otro remoto lugar de la galaxia, a quien el hombre, durante su reinado omnipotente de la Tierra como especie encarnada, llamó Dios, al ser no encarnado que lo trascendía a otros niveles, para él desconocidos y no encarnados, a diferencia de los Krop, que son seres encarnados, aunque, por lo tanto, se les atribuye aquel Dios de los antiguos hombres.

Sopló un leve airecillo sobre la explanada silenciosa. La instructora despertó de sus cavilaciones eróticas, de sus recuerdos de amante también, y comprobó alarmada que se hacía tarde para los juegos eróticos, y que debía conducir inmediatamente al grupo de hembras, sin pérdida de tiempo, a la explanada de los hombres. Se dijo que, aunque el tiempo de juegos sería más corto que otros días, debido al singular incidente, la excitación con que se encontraban las mujeres sería suficiente para compensar la brevedad de los goces y proporcionar una buena producción. Avisó inmediatamente a los Guardianes, que por ser de otra especie, no podían excitarse ante la contemplación de aquellos espectáculos, para que abrieran las puertas del muro que rodeaba la explanada del pabellón de los hombres y las dejaran entrar.

Pronto la explanada se quedó vacía, dejando a los dos amantes continuar el agradable reposo, ante la fría y distante mirada de los Guardias. La arena respiraba, olía fuertemente a la piel de ambos, desprendía el fuego de ambos, aroma suave, murmullo quedo que hablaba de ambos, aroma de dos nombres entre mil nombres, aislado y penetrante.

Pasó un rato y por fin Jandra se incorporó lentamente, desperezándose y sonriendo al hombre que la miraba quieto, admirado, feliz de poderla mirar, de poder impregnarse de su hermosura. Sin añadir nada más terminó de levantarse, se limpió instintivamente algunas partes de su cuerpo de la arena y pajas, y se encaminó hacia el pabellón. Pedro giró el torso para verla marchar. Ella se volvió y le sonrió un par de veces hasta desaparecer dentro del edificio de adobe y paja blanqueado con cal. Debía dedicarse a ejercicios higiénicos y gimnásticos en el patio interior hasta que llegaran las demás para comer, así lo prescribía la norma para recuperar fuerzas y mantener el cuerpo en el máximo estado de salud.

Pedro respiró hondamente y se sentó. Cerró los ojos con el ánimo de realizar ejercicios mentales de relajación, pero aquel trozo de explanada olía demasiado fuertemente a amor, dificultando el alejamiento, en particular de la persona de Jandra, para poder replegarse en sí mismo. Terminó por levantarse y dirigirse instintivamente a la puerta de la explanada, hacia su pabellón, quitando la arena de su miembro, sus brazos, su cara. Y al pasar frente al Guardia, éste lo saludó con respeto y admiración, y le dijo:

– Caleni ha preguntado por ti, gran Samsa, pide que vayas a verle en seguida.
– Dile que iré en cuanto me haya lavado y vuelto mis pensamientos hacia mí mismo. Ahora no podría hablar con él.
– Eso ya lo sabe el viejo Caleni. Dice que hoy comerás con él en su pabellón.
– Dile que me siento muy honrado de aceptar. Iré en cuanto esté en condiciones de hacerlo.
– Que sea al empezar la hora de comer.

Pedro pidió permiso para entrar en el pabellón del viejo maestro coincidiendo con la hora de comer, y con su cuerpo y espíritu completamente renovados y dispuestos a escucharle y estar con él.

Caleni era un anciano de nada menos que 40 años, y hacía casi quince que dirigía el nido 28. Había sido tan fuerte y poderoso como Samsa, o tal vez más. Fecundó en sus mejores años, o sea desde los once a los dieciocho, a dos mujeres diarias como media y su sangre, como el Espíritu Profundo de la Vida que inoculó a aquellas mujeres, era de una pureza extraordinaria, pero Krop prefirió sustituir su entrega por una larga vida dedicada al gobierno del nido, debido a su gran capacidad mental para interpretar la Palabra en los momentos por los que pasaría el nido en años sucesivos. Siguió cinco larguísimos años de entrenamiento mental desplazando progresivamente los juegos y ejercicios violentos al aire libre, por las posturas sentado o echado, en el interior de su pabellón, como medida para conservar y canalizar las energías vitales de su cuerpo hacia la mejor utilización de la mente.

– Siéntate, Pedro Samsa, a mi lado.
– Salud Caleni. Yo te venero y te obedezco, y me honra que hayas querido verme sentado a tu mesa.
– También me honra a mí, poderoso Samsa. Siéntate y comerás conmigo.

Los sirvientes, una especie menor derivada de los Krop, sirvieron la comida, y ambos hombres comieron en completo silencio. Masticando lentamente, pensando en lo que comían, en su digestión bucal y ordenando la digestión estomacal, sintiendo progresivamente como sus estómagos iban siendo colmados y el fluido exterior infiltrarse en sus células. El viejo que necesitaba mucho menos alimento que Samsa, terminó antes y quedó mirándole y esperando a que este sintiera la necesidad de terminar de comer. Sin impacientarlo, sin darle prisa y sin moverse para no intimidarlo y perturbar la sagrada digestión. Por fin Pedro sintió como aflojaba la presión en la boca del estómago. Masticó por última vez la masa de cereal y carne, y dio por terminada su comida, eructó dos veces, respiró hondo y se dispuso a escuchar a su maestro.

– Muy bien, poderoso Samsa, comes muy bien, y tengo entendido que haces los ejercicios mejor que nadie, que tu fortaleza tiene pocos parangones entre el grupo, y que eres un fecundo amante. El grupo puede sentirse satisfecho de ti a través de Krop. Pero enseguida voy a comunicarte el motivo de haberte llamado. Aunque supongo que en tu mente pulula ya una sospecha que es suficiente para intranquilizarte…

Se cortó en seco y esperó las primeras reacciones de Samsa. Esperó y torció el gesto con cierto disgusto porque este permanecía impasible, sereno, seguro de sí mismo. Continuó el viejo.

– He tenido una comunicación mental con Krop, y este me ha manifestado su preocupación por ti. No por tu fortaleza y fecundidad. Que eso es motivo de satisfacción, sino por algo muy grave…

Siguió otra pausa para forzar al joven a mostrarse intranquilo. Pero este esperaba pacientemente a que le fuera aclarado el motivo de su visita al ilustre maestro de humanos.

– Me sorprende – dijo éste enseguida, algo contrariado – que no muestres temor por las preocupaciones de Krop.

Pero ni siquiera ante esta frase fatal mostró Pedro Samsa la más leve sombra de inquietud en su rostro, y entonces el viejo comprendió que no tardaría en poder alcanzar el estado supremo de reposo, o sea que podría dejar el nido al cuidado del hombre que podía substituirlo en el cuidado de los destinos del nido; tenía a ese hombre frente a sí. Carraspeó y cambió de tono. Abandonó la dureza por la cordialidad, e incluso la confidencia, en un intento de quemar etapas de la iniciación del precoz Samsa, y dar un paso adelante en su concienciación, hacia el duro entrenamiento que seguiría en los años venideros. Empezó por la explicación ritual que se daba a quienes un día serían escogidos para iniciarse en el mando de las comunidades:

– Escucha, Pedro Samsa: hubo un tiempo en que el hombre, nuestro antepasado, dominó la Tierra, como la criatura más inteligente de todas las especies encarnadas. Pero vivía vestido y refugiado en grandes colmenas de temperatura constante, y además no había alcanzado el nivel de inteligencia capaz de guiar sus actos hacia una forma de vida sana, armoniosa, fuerte y que asegurara la pervivencia del propio planeta. Esa debilidad se manifestaba mucho más en su espíritu que en su cuerpo. Has de saber una cosa, Pedro, el hombre, nuestro antepasado vestido, estaba loco… Sí, lo que oyes, estaba loco… – y como viera que la expresión de Samsa se oscurecía por una repentina sorpresa, especificó con claridad: – Estaba loco: siendo el señor de todas las especies que habían descendido al planeta de la carne, a la encarnación, pasaba sus horas de existencia cavilando la forma de destruir todo cuanto le rodeaba… Sí, Pedro Samsa, incluso destruirse como especie. Inventó máquinas de destrucción, no solo para emplearlas contra sí mismo sino contra la naturaleza de la que se alimentaba. ¿Comprendes?

– Venerado maestro: Tus palabras son muy graves y muy duras de entender, pero sigue, almaceno en mi memoria lo que vas diciendo y luego, en la soledad de mi pabellón, las iré sacando poco a poco para analizarlas. En la Palabra se dice que nuestros antepasados pecaron gravemente contra sí mismos y contra el planeta, y que por ello nuestro destino es contribuir a su curación con nuestra sangre, para eso sobrevivimos y seguimos multiplicándonos, pero siento que en mi mente se produce una grave alteración en la secuencia normal del pensamiento al recibir ese dato de la locura de nuestros ancestros. Sigue, por favor, te lo ruego.

– Bien, este antecesor nuestro quiso llevar al planeta Tierra al borde de la destrucción. Pero, al contrario de lo que él creía, poseído por una de sus formas de locura que se llamó orgullo, no se dio cuenta de que no era él quien regia los destinos del planeta, sino otras especies de nivel superior y además no encarnadas, lo cual les otorgaba un poder casi ilimitado, y a niveles que él no podrá alcanzar jamás, o por lo menos no en su forma de hombre, y que lo dominaron sin que nuestro iluso antepasado se diera cuenta. Digo mal: Sí hubo quien se dio cuenta y trató de identificar ese dominio en sus esporádicas comunicaciones con los seres de niveles superiores, llamándolos Dios. Esos iniciados entregaron toda su vida al sacrificio y al entrenamiento para un día, en alguna encarnación posterior, llegar a comunicarse plenamente con él. Eso nosotros lo logramos con Krop, y por ello supimos claramente nuestra misión y vivimos en armonía con ella.

Se detuvo un instante para analizar las reacciones de su interlocutor.

– Bien, entonces un día, en que la supervivencia del planeta se vio seriamente amenazada, volvió a reencarnarse en Krop la especie de los antiguos Señores del Mar, anteriores al hombre, para, con su presencia y gobierno, evitar el desastre. Desde entonces la raza humana es una raza cuerda y sana, como jamás lo había sido en épocas anteriores. ¿Has comprendido, poderoso Samsa?
– Sí. Te ruego que continúes, venerado maestro.
– Bien, pues estos seres nuevamente encarnados son Krop, posterior reencarnación de los Señores del Mar, como te digo, pero dotados de un cuerpo especialmente concebido para adaptarse a la nueva situación y regenerar el planeta Tierra.
– Y esa regeneración – terminó Samsa – se realiza gracias al riego del planeta con nuestra sangre purificada, cuando llega la hora de nuestra entrega.
– Eso es.
– Venerado maestro – empezó despacio Samsa-, hasta aquí me has explicado lo que todo el mundo sabe de la procedencia de Krop y de la especie humana. Tal vez el hecho de que nuestros antepasados estuvieran locos es algo que no viene indicado explícitamente en la Palabra, pero por otra parte es mejor así, porque incluso a mí me cuesta de entender cómo es posible que… En fin, sea como fuere, no creo que me hayas llamado a tu lado para contarme algo que más o menos todo el mundo sabe y constituye la base de nuestra doctrina trascendental, es decir, crecer, purificarnos y reproducirnos, para crear una sangre lo más pura posible con la que regar la Tierra y regenerarla.
– Es cierto, Pedro Samsa. Te he llamado a mi pabellón para hacerte partícipe de mis preocupaciones sobre tu persona y tu forma de vivir.
– Te ruego que lleves tu explicación todo lo profundamente que sea necesario.
– Te has convertido en monógamo –dijo bruscamente, de golpe, y a continuación se interpuso entre ambos un expectante silencio. Con aquello el viejo no tenía por qué seguir hablando. Más que una indicación, era una acusación. Y le tocaba a Pedro hablar y justificarse.
Tensó los músculos del cuello. Inspiró profundamente. Cerró un segundo los ojos para volver a abrirlos dispuesto a explicarse.

– Desde hace días, venerado maestro, es cierto que me dedico a fecundar a una sola mujer, utilizo todas mis fuerzas sexuales con ella y con ninguna más, y reconozco que los demás machos se abstienen de tocarla por temor a mi ira. Reconozco también esto último… Pero, venerable maestro. – dijo seguidamente con un acento más enérgico del que hubiera deseado oír su interlocutor. Irguió la espalda y tensó sus poderosos dorsales – lo hago porque creo que he de hacerlo. ¡Espera! Sé que nadie de nosotros puede atreverse a modificar una norma dada por Krop para la buena marcha de la producción humana. Lo sé, pero también sé que esta producción se basa en el perfecto desarrollo de las potencialidades humanas, la correcta canalización de la energía humana hacia la mejor purificación de la sangre que un día será extraída de nuestro cuerpo y con ella purificar la Tierra. Bien, pues ese fluir de energía solamente lo he encontrado en mis relaciones con Jandra Somor, y siento como mi sangre va siendo cada vez más fuerte, más pura…
– Espera, valeroso Samsa: olvidas una cosa, no somos los humanos los que hemos de decidir cómo ha de llevarse a cabo la producción de sangre, sino Krop. Así lo han dispuesto los siete espíritus estelares de nuestro sistema planetario. Ya tuvo el hombre su oportunidad de decidir, y la perdió. Tal vez no fuera culpa suya el volverse loco, puede que alguna conjunción astral perturbase su capacidad de gobernarse, pero lo cierto es que la perdió, y ahora nuestra misión no es enseñarle a Krop cómo se debe realizar la producción de sangre. Las abejas tampoco enseñaron al hombre a mecanizar los panales y a automatizar la extracción de miel. Creo que en alguna ocasión he hablado de ese ejemplo. Pues en nuestra época ocurre lo mismo. ¿Comprendes?
– Sí, venerado maestro. – balbuceó Samsa relajando la espalda y encorvándose ligeramente, apesadumbrado. Y al cabo de unos minutos de silencio, durante los cuales Caleni esperó con paciencia, Samsa añadió: – Pido perdón a Krop a través de ti por mi osadía. No volverá a ocurrir. No entiendo cómo…
– Es normal, estimado Samsa, es normal en los ejemplares como tú que desbordan energía y superan los niveles corrientes de su especie. Krop comprende y perdona, y sabe que ese fuego que te ha llevado a desobedecerlo no es otro que el que le ayudará a purificar la Tierra, por eso Krop te ama, a través de mí.
– No volverá a ocurrir… -repitió en un murmullo casi imperceptible -. No volveré a ver a Jandra Somor…
– No será necesario que te tortures. Krop es bondadoso y magnánimo. Jandra ha quedado embarazada y ya está lista para ser entregada.
Y como viera que Samsa erguía la cabeza dibujándose en su rostro una súbita expresión de asombro, continuó con el mismo tono cordial y bondadoso, para repetirle algo que todo el mundo sabía.
– Jandra ha alcanzado el pleno estado de madurez, y su sangre está plenamente dispuesta a ser entregada a los supremos regadíos. Ya sabes que, cuando una mujer queda embarazada, su sangre es la mejor para regar las tierras más severamente calcinadas por nuestro antecesor. Se escoge a las mujeres que han quedado fecundadas y cuyo cuerpo desarrolla mayor energía, para entregarlas, en lugar de destinarlas a la reproducción… Leo en tus ojos un brillo de duda. Podría parecer que las más vitales, las más fuertes servirían mejor para la reproducción, pero Krop ha dispuesto que sean estas las entregadas en cuanto quedan fecundadas por primera vez, en lugar de las más débiles. Y eso es porque Krop ayudará a estas últimas a reproducir sin problemas y siguiendo siempre la proporción de tres mujeres por cada hombre, para asegurar la entrega de fecundadas y la reserva para la reproducción, ya que un hombre puede fecundar a tres mujeres cada día.

Pedro Samsa bajó la vista por vez primera en toda la sesión. No añadiría nada más. La contundencia de aquellas verdades era suficiente como para esperar que apareciera en la mente algún resquicio por el que hacer resbalar la duda. Ni siquiera preguntó si podría verla antes de que Krop se la llevase a los pabellones ocultos, porque seguramente ya la tendrían en cuarentena.

Pasaron unos minutos de abrumador silencio. De pronto sintió un latigazo en su interior, una espoleta que había hecho estallar un detonador, tensó los músculos de la espalda como único signo externo de aquella descarga, para que el viejo no advirtiera lo que estaba pasando en su interior. Siguió con la cabeza baja y los músculos del cuello, pecho y brazos relajados completamente, sin dar a entender que algo en su interior, ajeno incluso a su razonamiento, en planos profundos de su conciencia, se estaba rebelando, maquinando algo totalmente inconcreto, pero suficientemente peligroso como para ni siquiera presentar de él el más leve signo externo. Por fin, cuando creyó oportuno, levantó la cabeza sin abandonar el aire contrito, y dijo:

– Venerable maestro, hoy he aprendido una de las lecciones más útiles de mi vida, en mi camino hacia la perfección, y te doy las gracias profundamente, y te entrego mi voluntad de servicio incondicionalmente.

Calló, y el anciano se quedó mirándolo unos instantes con el objeto de escudriñar, detectar el más pequeño ápice de contradicción, pero no pudo hallarlo; la fuerza de Samsa residía también en el dominio de su piel, de sus músculos, como canalizadores de emociones internas. Sin embargo, algo le dijo al viejo iniciador que aquel hombre, efectivamente, y tal como hubiera supuesto al principio de la entrevista, estaba destinado a niveles elevados de gobierno y actuación en el grupo.

– Está bien, estimado Samsa, no tengo nada más que añadir a cuanto he dicho. Puedes marcharte a tu pabellón y meditar sobre lo que hemos hablado, para lo cual te doy permiso de tres días, dentro o fuera de tu pabellón. Que la serenidad de Krop vaya contigo.
– Que ella siga con tus pensamientos, venerable maestro. Me despido.

Las últimas dos palabras, o, mejor dicho, su significado pasó desapercibido al viejo, tal vez por estar poseído de la pesada carga del triunfo, del éxito con el cual aquel poderoso ejemplar de hombre se había plegado totalmente a las normas y dictados de Krop. Lo siguió con la vista hasta que hubo desaparecido, y se entregó luego a sus propias meditaciones en comunicación con la serenidad de Krop, desviándolas por completo del hombre que acababa de salir, y que tuvo que agacharse al pasar bajo la puerta, dada su colosal envergadura.

Pedro Samsa cumplió todos los puntos que comprendía la continuación de su programa cotidiano, hasta la noche, momento en que, después de los ejercicios de digestión, previos a la preparación del sueño, todos los ejemplares de producción, los instructores, los asistentes de mantenimiento de los nidos, e incluso la mayor parte de los de la Guardia, se retiraban a sus cunas individuales para dormir. Durante la tarde había estado meditando muy bien lo que iba a hacer a continuación. Se enteró de cuáles serían los vigilantes de Guardia e incluso el recorrido de las rondas, e invirtió la mayor parte de los ejercicios físicos que se realizaban antes de la puesta de sol a preparar su cuerpo para la lucha, sin que los movimientos que tuvo que realizar para ello, despertaran sospechas en los guardias ni en nadie de los nidos.

Después de los ejercicios de digestión, con el estómago completamente vacío y avanzada en su plena proporción la digestión intestinal, se retiró a su cuna y esperó. Y mientras lo hacía se entregó, yaciendo sobre la mullida paja, a la preparación de sus músculos, de sus tendones, que tendrían que soportar la tensión de algunos cientos de kilos, y sobre todo el temple de sus nervios, ayudado todo ello por una fluida circulación sanguínea. Cuando estuvo seguro de que todos dormían en el nido, dio por finalizada su preparación, y se dispuso a actuar. Inmediatamente la mayor parte de sus músculos se tensaron como las cuerdas que sujetaban los techos de los pabellones y salió de la cuna sin tocar sus bordes, a la manera de las antiguas especies extinguidas, llamadas felinos. Anduvo sobre la punta de los pies hacia la sala general, se volvió a agachar y gateó sin levantar una sola brizna de paja del suelo, para lo cual había estado realizando ejercicios de control del sudor, y su piel se encontraba más seca que la paja. La brisa matutina haría más ruido que él. Al llegar junto a la puerta se situó detrás del guardia, a unos cuarenta centímetros. Encogió la mano derecha, hizo vibrar el brazo unos segundos y luego lo disparó en seco sobre la primera cervical del guerrero, justo en el espacio desprotegido por debajo del yelmo y por encima de la cota de malla, haciendo pinza con el pulgar y el índice en la base del bulbo raquídeo. Lo soltó enseguida. El Guardia no se movió un ápice. Ni tampoco se movería hasta la mañana siguiente o hasta que en el primer cambio de guardia alguien lo tocara, y que al hacerlo caería como un fardo rígido y sin vida, a plomo sobre el mismo umbral.

Samsa cruzó la explanada, pegado al muro, corriendo sobre las puntas de los pies, sin hacer más ruido que el que hacían las antiguas especies llamadas hormigas, y tampoco sin ser visto por el guardia de la puerta contraria porque se deslizó por el muro que quedaba en sombra contra la luz de la luna. Al llegar al refuerzo de la puerta se pegó a la cornisa porque el guardia se encontraba casi de frente a él. Éste percibió una perturbación en el silencio y sus ojos, acostumbrados a la oscuridad plateada de la noche, notaron algo en ella. Se movió, bajó el escalón, pero no tuvo tiempo de más; sintió un flechazo debajo del esternón, justo entre las junturas de la coraza, que le cortó en seco el aire. Los dedos extendidos de Samsa casi habían desgarrado la piel en busca de la base de la tráquea. El segundo movimiento fue un golpe seco con el reverso de la otra mano que le hundió el hueso de la nariz en el cerebelo cuando el guardia echó la cabeza hacia atrás y también la guardia del yelmo. El humano dejó a su segunda víctima igualmente de pie, apoyada contra el quicio de la puerta y sostenida también por la rigidez de su armadura, y se encaramó rápidamente al muro agarrándose en los pequeños salientes que le proporcionaba la construcción en adobe. No se detuvo ni una fracción de segundo en lo alto. Saltó a la explanada general y, también deslizándose por el muro que estaba en sombras corrió hacia la salida del nido. Allí acostumbraba a haber dos o tres Guardias. Era la torre principal del nido, mucho más alta que las que guardaban las respectivas explanadas de hombres y mujeres. Y de allí, Samsa pensaba salir afuera y dirigirse a los centros de producción. Nunca había estado en aquel lugar, por supuesto, pero eso le daba igual, no sería obstáculo. Solo se visitaba el centro de producción cuando uno era entregado, y ya se sabe que esa circunstancia era lo último que podía recordar en vida. No tenía ni idea de cómo sería ni lo que encontraría allí. Había visto algunas veces a Krop, elevándose inmenso, inalcanzable, por encima de las nubes, de pie, contemplando el nido y como iban creciendo los hombres, pero a lo mejor en el centro de producción tenía la oportunidad de verle más de cerca, de subirse a su pie, o encaramarse a sus extremidades inferiores. O incluso de llegar a ver su rostro y conocer por primera vez la forma de lo que podía pensarse que sería su cabeza, o lo que fuera homólogo con la especie humana. Y no tardaría en dilucidar el misterio.

Esperó a que saliera uno de los tres guardias. Debía atacarlos uno por uno para no alborotar, era preciso salir sin que nadie se diera cuenta, por lo menos en mucho rato.

El tercer guardia oyó el ruido fuera de la Torre y salió en el preciso momento en que Samsa acababa de desnucar al segundo. Con el semblante demudado por el terror, el guardia giró sobre sus talones hacia adentro con la intención de dar la alarma, pero Samsa saltó cuan largo era y salvó los largos diez metros que lo separaban de la puerta, antes de que aquel hubiera tenido tiempo de cruzarla, cayendo con extrema precisión sobre la nuca del infeliz que tampoco tuvo la oportunidad de emitir sonido alguno por su garganta. Cualquier humano sabía que su fuerza era muy superior a la de esa especie que acompañó a Krop desde el principio en la colonización del planeta, pero jamás osaría desobedecer ni siquiera la más ligera orden. La grave culpa de los antepasados pesaba demasiado en las conciencias de los humanos actuales para siquiera imaginar que podían rebelarse, entre otras razones porque pensaban que no tenía ningún sentido volver a ser libres y destruir lo que había quedado del planeta. Por su parte, los guardianes, seres silenciosos y discretos, de piel macilenta y con un cierto parecido a la especia humana, fuera por precaución o por simbolizar su cometido, iban fuertemente armados y nunca se les veía desnudos, como los humanos.

Pedro Samsa vio por fin el campo libre. Colocó a los Guardianes en su puesto y se encaramó al enorme muro exterior ayudándose de los salientes y rugosidades que ofrecía el estuco. Cuando llegó al borde, lo primero en lo que se fijaron sus ojos fue en el Camino. Era exactamente como lo describía el viejo Caleni. El Camino: última morada por la que debían transitar los humanos en esta vida, sendero hacia el infinito. Era un trecho de arena largo, abierto entre masas rocosas que brillaban a la luz de la luna, y al final una gran puerta circular, practicada en un pabellón cuadrado y cerrado, sin otras aberturas. Aquel era el último camino que hacía el hombre antes de entregarse a Krop. Probablemente la entrega de su sangre se hacía en el interior de aquella nave cuadrada, de la que partiría por medio de lluvia de las manos de Krop, para regar la tierra y devolver su pureza al planeta. Después de lo cual Krop volvería a desencarnarse, una vez finalizada su obra, para restituir su energía al servicio de los Espíritus Supremos de los Planetas.

No perdió más tiempo, saltó, preparando sus músculos durante la caída para amortiguarla y salir ileso, y luego corrió sobre las peladas rocas, evitando tocar el Camino para no hacer ruido al correr en la arena, hasta el pabellón, que se elevaba silencioso frente a él. Mientras corría tocando siempre con sus pies una roca firme, escudriñó bien las paredes con la esperanza de encontrar algún resquicio por el que colarse en el interior. No divisó ni siquiera una simple tronera u orificio de desagüe. Sin pensarlo dos veces, y para salir lo antes posible de la pantalla blanca que la luz plateada de la luna producía en aquella pared frontal, pegó un brinco hasta agarrarse a un saliente, que emergía a media altura de la pared de estuco. Tensó todo su cuerpo y comenzó a trepar rápidamente, con ayuda de manos, pies y todo su cuerpo en un ancestral movimiento de reptación, a la manera de las antiguas especies llamadas lagartos. Saltó sobre la azotea y se dejó deslizar sobre su lisa superficie, en busca de una chimenea, de un respiradero, como los que tenían los nidos y las Torres de Guardia. Por fin sus dedos tocaron un reborde, lo siguieron, aplicó la otra mano y se dio cuenta de que, efectivamente, se trataba de una escotilla. Quedó unos instantes mirándola detenidamente, mientras la levantaba; estaba hecha de un material extraño, frío al tacto, oscuro, ribeteado de pequeños adminículos redondos pegados a distancias iguales, siguiendo la circunferencia. Sus dedos quedaban ligeramente tiznados de un polvillo rojizo, y en algunas partes, la escotilla se desconchaba en escamas de color parduzco. Él conocía la madera, la piedra, el adobe, la paja, pero aquel extraño material lo sorprendió hondamente y le recordó, de pronto, y como un latigazo, el lugar en el que estaba, a donde había conseguido llegar gracias a su audacia e irreverencia. Se encogió de miedo, y le asaltó una irresistible impulso de volver sobre sus pasos sin pérdida de tiempo. Su profanación del templo de Krop podía costarle cara. No es que temiera la muerte, porque ese es el fin último, y para el que había estado viviendo, pero sí que lo mataran. Él conoció a hombres que habían muerto, es decir, que en lugar de ser entregados a Krop, los habían dejado morir en el pozo, sin alimento ni agua, con lo cual su sangre se impurificó rápidamente y ya no pudo servir para regar la tierra, que era el máximo premio a una vida de ejercicio y perfeccionamiento para la expiación de la tremenda culpa de los antepasados. La muerte, en lugar de la entrega debía de ser horrible. Morir sin ejercicio, sin el alimento adecuado. Dudó unos instantes, pero fueron los últimos. A Pedro Samsa lo impulsaba una fuerza muy superior a sí mismo y a las leyes que imperaban en el nido. Aún no sabía bien qué buscaba ni qué finalidad tenía su deserción, porque se trataba de un impulso muy distinto a cuanto hubiera imaginado en su interior. A lo mejor, pensó, este poder superior venía directamente de Krop para guiarle hacia una misión especial, distinta a la de los demás hombres. ¿De quién, si no, podía provenir su fuerza si no de Krop?

Terminó de levantar la escotilla y metió la cabeza, con precaución. Durante su vida se había imaginado el templo de Krop, el lugar sagrado de la Suprema Entrega, de muchas maneras, a juzgar por lo que le explicara el viejo Caleni, pero lo que estaba viendo escapaba a todas las previsiones, e incluso le sorprendió de una manera muy extraña, sin, de momento, poder adivinar el motivo. La altísima nave no tenía pisos, como los nidos, e interiormente estaba surcada de unas curiosas vigas, de un material gris que también le resultaba del todo desconocido. Eran estilizadas y acanaladas, y sostenían una especie de plataformas de material reluciente en las que estaban colocados unos enormes objetos compuestos de otros objetos, todavía más irreconocibles, largas varas brillantes, como las lanzas de los Guardias, aros, también brillantes, cintas, como las que llevaban los guardias para sostener sus lanzas y su carcaj de flechas, pero muchísimo más anchas y largas, y luego ruedas, muchas ruedas, grandes y brillantes. Pedro quedó unos instantes ensimismado sin poder dar crédito a lo que estaba viendo, y tampoco sin lograr reconocer el altar de Krop, aunque, naturalmente, eso debía escapar necesariamente a su limitada alma humana. Por fin, se dijo que debía bajar y ver esos objetos mejor, y se dio cuenta de que no pendía escala alguna de la escotilla, más bien esta parecía un simple orificio sin uso determinado, pero como no tenía demasiado tiempo para buscar otra abertura, buscó una de esas vigas brillantes a la cual lanzarse y saltó.

El frotar de sus dedos sobre la arista doble de la viga perturbó el silencio reinante. Quedó unos instantes colgado a casi un centenar de metros del suelo, pensando el siguiente paso. Se deslizó a lo largo del carril hasta su unión con otro y de ella bajó, agarrándose de pies y manos hasta la siguiente unión. Se fijó que cada una de esas uniones estaba adornada con los simétricos adminículos redondos de la escotilla. Por fin quedó suspendido sobre la plataforma más elevada respecto del suelo, y en la que había un objeto panzudo, muy largo y plagado de pequeños objetos en su superficie, incluso descubrió una gran caja gris, sobre la que brillaban unos objetos rojos y verdes. Se dijo que aquello debería ser la fuerza de Krop, que imprimía a los extraños materiales luz propia, como la del Sol. Iba ya a descolgarse para caer sobre el objeto, que tendría las dimensiones del nido, incluidas las dos explanadas, cuando su aguda vista tropezó con algo que lo hizo estremecer desde las plantas de los pies a la raíz del cabello.

Al fondo del Templo, a una distancia de casi diez o doce veces las dimensiones del nido, incluidas las explanadas, vio como una enorme cuna, como una balsa de agua, vacía… Vacía de agua, pero llena de cuerpos… Otra descarga le recorrió los huesos y estuvo a punto de hacerle caer en el vacío. Apretó los dedos en la fría viga y esperó unos instantes para reponerse. Luego, sin pérdida de tiempo, fue saltando de viga en viga, a la manera de las antiguas especies, ya extinguidas, llamadas monos, la enorme distancia que lo separaba de aquello. Se agarró en la última viga, justo encima, y se recostó sobre una rueda más grande que él, que descansaba sobre aquella, y de la que pendía una especie de cuerda hecha también de un material extraño, brillante, duro, sin deshilacharse. Descansó unos instantes, porque intuía que iba a necesitar de todas sus fuerzas en cuanto saltara sobre la balsa.

Recostado sobre la rueda, sus ojos se pasearon inconscientemente sobre el montón de cuerpos, al principio sin experimentar más emoción que la de contemplar a sus propios semejantes apilados e inertes, blanquecinos. Porque el cuerpo de un hombre, después de ser entregado a Krop, es merecedor de respeto y admiración. Aunque algo había en ellos que iba acrecentando una secreta, remota inquietud, un escondido desasosiego que las palabras del viejo Caleni, repetidas con martilleo en su cerebro, no lograban mitigar. Inspiró varias veces, tensó y destensó sus músculos para comprobar su estado de reflejos, cerró los ojos para dejar libres los impulsos a lo largo de la columna vertebral y se dispuso a continuar.

Dio un larguísimo salto, para caer de pies y manos en un rincón vacío del depósito. No había sentido emoción alguna al ver a sus semejantes en aquel estado porque en los planos superficiales de la conciencia estaba adiestrado a admirar la muerte y envidiar a quienes habían tenido la oportunidad de conocerla, pero junto con las descargas de su más profundo interior, la intensa horripilación de toda su piel, se unió un acelerado palpitar de su corazón. Y es que su naturaleza animal emergía, en crisis como aquella, para perforar la dura costra del entrenamiento y educación recibidos, y explotar en la superficie, de momento, por medio de largos ataques de ternura y llanto reprimido por los que ayer fueron sus compañeros de juego y… quedó petrificado al volver la vista, y por un fugaz instante sus ojos se nublaron: en un rincón alejado de la pila de cadáveres blanquecinos, donde el depósito cuadrangular estaba más vacío, divisó a Jandra. Se acercó despacio, con prudencia, sin poder hacer nada por mitigar aquellos golpes que martilleaban su pecho izquierdo, desde dentro. Se llevó la mano al esternón, instintivamente.

Cuando pudo serenarse, observó detenidamente el cadáver y comprendió cuán sagrada es la sangre de los hombres, fuente de vida y de energía. Aquella colosal mujer, aquel magnífico ejemplar que había sido Jandra Somor, quedaba reducido a un muñeco de cartón, blancuzco, frágil, esquelético, azulado en las comisuras, mostrando huesos y vísceras. Pedro hizo un esfuerzo de introversión para vencer esos ataques infantiles de sus entrañas, para cortar toda emoción de raíz, para yugular cualquier remota forma de protesta. Estaba muy bien entrenado para dominar su cuerpo y sus instintos animales. Entonces se acercó del todo, flexionó las piernas y quedó un rato mirando a su amada y dedicándole sus mejores pensamientos. Era duro contemplar el otro lado del ciclo de la vida, pero era ese y no otro.

Se despidió serenamente de aquella formidable mujer sacando de su imaginación los más hermosos epitafios, depositó un beso con las puntas de los dedos en la frente helada, y se incorporó para continuar lo que había venido a hacer, y que bien sabía, a pesar de todo, que no tenía ni remota idea. Lo único que entendía con tremenda claridad era que estaba poseído por una fuerza que tal vez procediera de Krop, pero que lo impulsaba a conocer… Conocer…

Saltó con facilidad el muro del depósito, dejando escapar para todos los que fueron sus compañeros, un fugaz y respetuoso pensamiento, y se encaminó hacia el primero de los monumentales objetos que tenía delante.

Lo primero que le llamó la atención fueron dos enormes torres de cristal coloreadas de rojo intenso hasta distinta altura. De ellas salían varios apéndices, como tubos, también transparentes. Corrió hasta su base, que no tocaba al suelo, sino que se hallaba suspendida de este por un entramado de vigas brillantes, y se fijó que la torre transparente terminaba en forma de embudo con un largo tubo que se curvaba, tocando el suelo y se adentraba en otro edificio erizado de extraños adminículos. Al llegar al pie de esa torre tuvo que agarrarse en lo primero que encontró porque el piso estaba muy resbaladizo, y sus manos también se untaron de un líquido denso y… rojo. ¡Sangre! ¡Por fin había llegado al altar de Krop!, se dijo. En efecto, aquellas torres estaban llenas de sangre de los humanos Entregados. No veía el lugar donde se elevaba el altar de las Entregas, pero supuso que este se hallaba en la parte alta del enorme edificio de color gris oscuro, dentro del cual no parecía habitar nadie, sino albergar más objetos irreconocibles. Se dijo que aquel tubo que salía de la base de las torres llevaría a los aparatos de riego con los que Krop regaba la Tierra para purificarla.

Siguió el curso del tubo, que era tan grueso como él mismo, hasta dentro de aquella especie de monumental caja de material duro y frío. Anduvo bastante rato siguiendo el tubo que descansaba en el mismo suelo, y sobre su cabeza pasaban enormes ruedas, más cintas y varas brillantes y otros objetos absolutamente nuevos para él. Por fin el tubo se metía en tierra por entre una ancha escotilla. No le costó nada pasar entre el tubo transparente, lleno de sangre y su escotilla, incluso se agarró a él para deslizarse suavemente hacia una estancia subterránea que resultó tener las mismas colosales dimensiones que la anterior. El tubo volvió a la horizontal y Pedro se detuvo para observar detenidamente dónde había ido a parar. Lo primero que vio fue que el tubo descendía en vertical sobre otra enorme caja provista de una serie de cilindros brillantes, erizados de vástagos rematados en un extremo por unas enormes cajas grises y por otro terminados en varios cilindros concéntricos hasta quedar uno de ellos casi del diámetro del tubo de sangre, horizontalmente suspendido en el aire. Más allá vio el otro tubo que pertenecía a la segunda torre de sangre, que descendía hacia un edificio parecido.

Por fin se decidió a descender. A media altura el tubo estaba soportado por otra de aquellas vigas de material estilizado. Dejó el tubo y siguió, andando como sobre la maroma, por la viga para ver en qué terminaba aquella serie de cilindros horizontales. Antes que eso se fijó que sobre el edificio estaban situadas otras torres transparentes, más pequeñas, cuyos tubos de base se introducían a la altura del tubo de sangre. Miró fijamente y enseguida comprendió que la sangre debía mezclarse con alguna otra sustancia para facilitar el riego, porque él sabía muy bien que la sangre en contacto con el aire se coagulaba y llegaba a solidificar. Por lo tanto, era evidente que Krop, en su excelsa sabiduría, le mezclaba un líquido divino para evitar esa coagulación, y permitir el riego de las tierras impurificadas por sus lejanos antecesores.

Llegó al extremo de la viga, justo donde terminaba la serie de cilindros concéntricos de mayor a menor, y se fijó en el último de ellos, el menor. Tenía un orificio muy pequeño, incluso tan pequeño como un grano de sésamo. Y entonces frunció el ceño con manifiesta incredulidad. Del orificio pendía un hilo rojizo que se le antojaba solidificado a juzgar por los ovillos que se hacían de él en un depósito cilíndrico que los recogía en su base. Se agachó para ver mejor sin poder dar crédito a lo que estaba viendo. Pero no tenía más remedio que bajar de donde estaba. Debido a la distancia, su vista le estaría, sin duda, jugando una broma pesada. Se dejó descolgar por la viga vertical hasta el borde del depósito cilíndrico, de color verde y hecho de un material casi transparente, y relativamente blando comparado con el de la viga y del mismo edificio. Sobre el borde, y colgando del mismo por la parte exterior rebosaban varias hebras de aquel hilo. Cogió una entre sus dedos. Era efectivamente sangre coagulada en forma de hilo. Probó de romperla con todas sus fuerzas, pero esta, en vez de cuartearse o quebrarse, como ocurre con las placas de sangre seca, flexionó suavemente como uno de sus cabellos. El depósito estaba lleno de una tupida madeja de ese hilo.

De pie sobre el borde del depósito verde, paseó la mirada por el resto del inmenso templo. En frente se alineaban más depósitos, de varios colores, contra un curioso edificio, o caja enorme, u objeto extraño – Pedro ya no atinaba a llamarles de ninguna manera a aquellas construcciones en material duro -, pero ese tenía algo especial, que no tenían cuantos había visto hasta el momento. Era una especie de caja cuadrangular muy larga sobre la que se estiraba una larga serie de hilos en sentido vertical y vio que pasaban por entre estos, la misma serie pero en sentido horizontal, tomando uno por delante y el siguiente por detrás, y así sucesivamente, para formar como una especie de pared roja muy delgada, pero muy ancha y larga. Un instante más tarde divisó otras cajas semejantes, y ya donde la vista se perdía, sobre enormes montañas completamente planas advirtió, sobre estas, un enorme haz de esas paredes dobladas una sobre otra en una serie sin fin. Recordó, de pronto, que el viejo Caleni, al hablar de su iniciación, le indicara que su antecesor el hombre no vivía desnudo como él, y que cubría su débil cuerpo con una cosa que llamaba tejido, y que estaba formado por hilos…

Y entonces se produjo: Pedro vio a Krop. Se escuchó un sordo rumor que lo hizo tambalear de donde estaba, y, por un atávico mecanismo de defensa, a pesar de tratarse de Krop, corrió a esconderse debajo del edificio de los cilindros. Y entonces lo vio. No era tan alto como él había imaginado y por supuesto jamás podría alcanzar la altura de las nubes, apenas le llegaba a los hombros. Se parecía en debilidad corporal y piel grisácea a los guardianes. No había en él nada de lo que condicionaban sus leyendas, ninguna grandeza sino todo lo contrario. Parecía un ser desvalido, como los guardias sin su armadura, a los que jamás vio sin ella, ni siquiera sin el yelmo protector de un rostro de aspecto más mísero que los mismos cadáveres que había visto momento antes. Vio como recogía una de esas paredes flexibles, anchas y largas, la miraba unos instantes y se la colocaba a los hombros doblándola sobre su pecho. Luego se la quitaba otra vez, y cogía otra, y luego otra, hasta quedarse con una definitivamente, después de haberla probado según diversas formas sobre su cuerpo. Y Pedro Samsa se dio cuenta de que Krop abrigaba su cuerpo con una de esas paredes, recortada según la forma de los brazos y del cuello, y cintura, y sujeta con unos discos que seguían la línea del esternón… Y comprendió. Su cuerpo explotó de energía vital, todos sus músculos se tensaron y se sangre se puso a circular con rapidez. Comprendió, como comprendieron las antiguas especies llamadas abejas, langostas, escorpiones…, y corrió a advertir a sus semejantes de lo que había visto y de lo que hacía Krop con su sangre, como corrían las antiguas especies llamadas marabunta, tarántula, humanos humillados al rebelarse en forma de plagas que lo arrasaron todo. Corrió a cumplir también su destino… que no era precisamente el que Krop había previsto para su granja de abrigos de sangre humana.

Enciclopedia británica, tomo XVI, pág. 540.
SEDA. Operaciones de hilatura en la industria de la seda.
…Para salir del capullo, la mariposa ha de taladrar el extremo del mismo, lo que consigue secretando un líquido alcalino que disuelve el filamento. Dado que la perforación deteriora el capullo, de tal modo que la seda no puede desenrollarse en un largo filamento, los criadores terminan el ciclo de vida del Gusano de Seda en este punto por un procedimiento denominado matanza por calor seco, o asfixia. Los capullos se calientan para asfixiar la crisálida, pero que no estropea el delicado filamento de seda.
Los capullos se envían a una fábrica, llamada Hilatura, en la que la seda se devana de los mismos y los hilos se recogen en madejas. Los capullos se clasifican de acuerdo con el color, el tamaño, la forma y la textura, ya que todos estos factores afectan grandemente a la calidad final de la seda…

Juan Trigo

4 comentarios el “ABRIGOS DE SANGRE

  1. Este relato me ha dejado una sensación extraña. Cómo si pudiese mirar el planeta Tierra desde otro lugar del espacio… una estrella lejana fuera del tiempo hoy y aquí medimos.
    ¿Hacia dónde va el ser humano como especie? ¿Es posible que su falta de consciencia haga daño a su planeta? Si es así, ¿qué podemos hacer cada uno de nosotros ahora para frenar el descalabro?…
    Muchas gracias por esta publicación tan entretenida, imaginativa y profunda.

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  3. já!! pena por los humanos… sentí mucha pena por los capullos, las crisálidas, de donde obtienen la seda. La verdad no puedo imaginar todavía que final se merecería realmente esta historia >_< y por qué s que el fulano aquél necesita abrigos de sangre X(.

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