AUNQUE LA CIVILIZACIÓN NOS DESTRUYA, EL SECRETO SE GUARDA A SÍ MISMO


Mujer india copia

Corrían demasiado de prisa los años próximos a la Gran Guerra de 1914, y al antropólogo Ulises Seaworth, de la National Society de Londres, se le acababa el tiempo para encontrar con vida a los últimos descendientes de la tribu Shurweeh (por lo menos ese es el nombre dado por los primeros exploradores que establecieron contacto en el Siglo XVIII) más allá de las nieves perpetuas de las Montañas Rocosas canadienses. Las leyendas de los extraños contactos con mundos alterativos habían sido enterradas, para “protección de las buenas gentes” – se reservaron añadir – en cementerios como la Biblioteca del Museo Británico o la de la misma National Society. Pero ya se sabe que la vida, como el agua, acaba haciéndose un camino para seguir su curso, y de tanto en tanto esas leyendas aparecían en las tertulias científicas que jóvenes antropólogos abrían entre los muros de los viejos académicos anquilosados en sus propios miedos a descubrir otras verdades. Cinco años atrás, recién doctorado, el inquieto Ulises Seaworth había empezado a clavar cuñas en aquellos miedos para hacerse escuchar y recabar cuanta información pudiera tener algún viejo no del todo derrotado y que siguiera albergando en su corazón de niño su original curiosidad.

Pertrechado a la usanza de los alpinistas pioneros en la escalada del Mont Blanc, con una gran mochila y un sombrero de ala corta, Ulises Seaworth escogió una soleada mañana de Julio de 1912 para escalar en solitario el impresionante macizo montañoso, después de semanas de preparación en la aldea minera de Mount Destiny, donde estableció su rudimentario campamento base. Los colonos, preocupados únicamente por su propia supervivencia en aquellas gélidas alturas, lo tomaron por un loco más en busca de morir famoso y no le concedieron mayor atención. Nadie se preocupó en memorizar su presencia, pero Ulises sabía que el éxito que a todas luces se ponía de manifiesto en aquellas explotaciones mineras era la punta de lanza de la civilización para tomar por asalto la paz ancestral de aquellos territorios indios.

Tardó una semana en coronar la cima y ya en el momento de hacerlo se dio cuenta que había entrado en otro mundo y por la puerta de una dimensión desconocida. Había escalado el Mont Blanc y otros picos mucho más altos que aquel, pero el paisaje que se abría ante su mirada era otra cosa; tenía algo de irreal. Hubiera permanecido varias horas contemplando aquel mundo desde la cima si una súbita ventisca no le hubiera despertado de sus ensoñaciones. Ocurre a menudo en las cimas del mundo; no te dejan disfrutar del paisaje, o a lo mejor es que quieren seguir guardando su secreto.

No tenía más que rudimentarias pistas sobre la ubicación de los Shurweeh, pero inició su descenso por la escarpada pendiente hacia el extenso valle cubierto por un tupido bosque de abetos. La levedad del aire de esas alturas parecía llenarse con aromas que a Ulises no le parecieron únicamente vegetales, sino que respiraba algo más que no sabía definir, como si las enormes rocas blancas y desnudas, clavadas en forma de menhires aquí y allá despidieran su propio aroma mineral, un fuerte perfume que le recordaba el olor a cirios pascuales permanentemente encendidos en la iglesia católica de su pueblo natal, único recuerdo agradable, por cierto, que conservaba de las tediosas sesiones de catequesis. Había olido en las faldas del Annapurna casi todos los inciensos de la India o en el Kara Korum los diversos olores dulzones a madera de Arabia, pero se le antojaba que aquel perfume debía proceder de la propia respiración de la tierra, a pesar de que llevaba casi dos meses sin llover.

La hojarasca y matojos que tapizaban el reino de los abetos parecían tentarle a tomar diversos senderos, pero después de dar algunas vueltas se le ocurrió pensar que las intrincadas formas de las cortezas de los árboles parecían estar dándole la dirección correcta. De tanto en tanto, los troncos presentabas unas marcas como trazos de tiza que vistas de cerca no hacían pensar en la mano del ser humano sino que un jirón de la corteza, por el motivo que fuera, era de un color mucho más claro que el resto, y la mayoría se mostraban orientadas hacia una misma dirección, o por lo menos a Ulises se lo pareció, que para él era lo importante para seguir adelante. Iba sin más armas que su navaja del ejército suizo como recuerdo de la escalada al Matterhorm, porque su ánimo iba dirigido a la exploración de otro mundo; antesala de otras realidades, como contaban las leyendas, donde las armas modernas están fuera de lugar, por lo menos para el buscador de la Verdad.

Solamente alguien con una sensibilidad extrema unida a una imperiosa necesidad de conocer, se pone a explorar territorios fuera de este mundo o se permite la curiosidad hacia lo trascendente; alguien cuya intuición vuela varias veces al día fuera de lo cotidiano. Ulises sintió muy pronto presencias que, invisibles, pero no intangibles, evolucionaban su alrededor. No sintió miedo, sino respeto. Habiendo llegado tan lejos el miedo se convierte en otra cosa que ya no bloquea los sentidos sino que los hace más agudos y atentos. Siguió unos pasos más pero se detuvo, miró un imponente abeto cuyo tronco no podrían rodear 12 hombres con sus manos entrelazadas y se sentó a su pie reposando la espalda contra el tronco. Tan intensa le llegó enseguida la energía del árbol con solo tocarlo que se estremeció solo de pensar lo que podría sentir al abrazarlo.

Al cabo de unos minutos distinguió perfectamente una sombra a unos veinte metros sendero adelante. Probablemente hacía rato que lo observaba, pero tardó en distinguirla de la multitud de claroscuros y rayos del día danzar en la espesura. Hizo ademán de incorporarse. Solo distinguía un perfil gris claro pero sin rasgos ni rostro. Al ir a levantarse vio claramente como la sombra le ofrecía una lenta reverencia, se lo quedaba mirando, o lo que fuera, y se giró para andar, o lo que fuera, hacia el interior. Ulises comprendió: debía seguirla. No lo dudó un instante; para eso había llegado hasta allí. Al levantarse hizo también una completa reverencia, dando a entender que había comprendido la naturaleza amistosa del encuentro. Y echó a andar despacio dispuesto a llegar adonde fuera.

Anduvo bastante rato por aquel paraje decorado con las largas ramas bajas de los abetos a modo de marquesina o techado de pajas que filtraba suavemente la potente luz de mediodía sembrando el suelo de hojarasca por redes de luz cambiante. Y el frotar de sus botas fue haciéndose más rítmico e iniciar una cierta melodía que se acompañaba con el rumor de las ramas y el fluir de la brisa entre el follaje. Ulises percibió que en algun momento de aquel caminar, que iba tomando el are de una danza ritual, atravesó un umbral a otra dimensión. Supo que no iban a esperarle guerreros de la tribu para detenerle ni habrían armas que bloquearan su avance, sino que lo estaban esperando, quienquiera que fuese.

Por fin llegó a un claro en el bosque donde se levantaban las cabañas indias y alrededor de las cuales los nativos iban y venían con paso habitual hacia sus quehaceres, la mayor parte mujeres y niños, pero también guerreros a caballo que llegaban o se iban. No detuvo sus pasos aunque los aminoró como señal de que reconocía haber entrado en la comunidad. Nadie lo miró con extrañeza ni modificó su semblante por más que el recién llegado les ofreciera su sonrisa y un saludo tímido con la mano. Sus pasos le llevaron directamente a una gran cabaña en el centro. Cuando algo ha de suceder no hay nada en este mundo ni en el otro que ose impedirlo. Se detuvo ante la puerta cuya cobertura en piel de bisonte halló entreabierta. Avanzó el paso que le separaba de ella y asomó la cabeza adentro. Una mujer india de unos 30 años estaba en el centro ante la fogata esparciendo con las puntas de los dedos muy sutilmente unos polvillos sobre las llamas que los transformaban en diminutos penachos de colores. Entonaba un murmullo con los labios cerrados. No levantó la vista para mirarlo. No había nadie más en la tienda, iluminada por el sol de la tarde filtrarse por las paredes de piel y caer en finísimos rayos por la abertura superior, por la que el humo abandonaba la estancia. Él se sentó frente a la mujer y el fuego dispuesto a esperar. Al cabo de unos instantes entró directamente en lo profundo del ritual:

-¿Qué ves? – oyó murmurar a la mujer en voz baja, pero en un diáfano y aceptable inglés, aunque con un acento que Ulises no había escuchado antes, probablemente porque era la primera vez que encontraba a un nativo de los Shurweeh.

-Colores… – balbuceó Ulises.

-Sí. ¿Y qué más? – La mujer seguía esparciendo aquella materia pulverulenta sobre las llamas muy despacio y en pequeñas cantidades.

-Formas…

-¿Qué formas?

-Parece la forma de alguien entre la nubecita…

En esto, Ulises vio claramente como la mujer, cuando se le terminó el polvillo de las puntas de los dedos se inclinó hacia un lado y recogió un poco de tierra y la frotó entre las manos para desmenuzarla y obtener más de ese polvillo. Ulises miró en derredor, no le pareció que el suelo de aquella cabaña fuera distinto del resto del poblado, y del mismo bosque, es decir que contuviera alguna substancia que reaccionara con el fuego. La mujer volvió a espolvorear sobre las llamitas y siguieron apareciendo los pequeños penachos coloreados de ocre, verde, anaranjado. Con la otra mano agarró unas ramitas, también del suelo con las que alimentó el fuego.

-¿Qué formas? – repitió la mujer despacio.

En esto Ulises vio claramente como dentro del penacho de humo se dibujaba el contorno de una figura humana. Parecía un jorobado con sobrero de ala corta.

-Parece que… – balbuceó Ulises.

-¿Sí?

-¿Soy yo?

-Es una pregunta para ti. Yo no puedo contestar a eso, porque no lo veo desde donde tú estás.

La voz de la mujer sonó grave y firme. Efectivamente, era el perfil de un hombre tocado con un sombrero de ala corta y con un fardo a la espalda, su mochila. Pero estaba de pie, no en la posición sentado con las piernas cruzadas como Ulises en aquel momento.

-¿Qué significa? – preguntó Ulises con voz temblorosa porque ni por asomo se le ocurrió pensar que aquello era un vulgar truco de magia, porque ni la circunstancia ni la ocasión invitaban a suponerlo.

-No preguntes tanto. Responde. – el tono de la mujer se volvió más firme y apremiante.

-Soy yo andando… pero, ¿por qué…?

-Sigue; solo tú puedes responder sobre tu vida. El fuego y la tierra solo son vehículos. En otra ocasión lo serán el agua y el viento.

-¿Espejos?

-No conozco esa palabra.

-No usáis espejos, ¿verdad?

-No perdamos tiempo en lo que no conocemos. El tiempo se agota. No sirven las preguntas, porque solo tú tienes las respuestas.

-De acuerdo, pues, yo vine aquí para…

-Eso es irrelevante. – interrumpió la mujer de nuevo.- ¿Qué ves? – Repitió con voz cada vez más apremiante.

-Me veo a mi mismo… – respondió Ulises después de un ligero carraspeo.- andando… buscando…

-¿Qué buscas?

-A vosotros.

-¿Quiénes? ¿Qué significa?

-Pues, que me he pasado los últimos cinco años…

-Ahora no estamos en el pasado. ¿Qué ves ahora? ¿qué hace esa figura? – levantó la voz urgiéndole a no perder más tiempo y por primera vez levantó la mirada hacia Ulises.

-Está andando…

La mujer tranquilizó su tono y su semblante, como si estuviera esperando esa respuesta pero temiera que no iba a llegar nunca. La expresión de su mirada pasó instantáneamente de dura y exigente a cariñosa y compasiva. Parpadeó suavemente por primera vez desde que Ulises se sentó frente a ella, y continuó.

-¿Sigue andando? – Ulises asintió con la cabeza – ¿Ves hacia dónde?

-No, solo está andando… y mira a ambos lados – añadió.

-¿Se dirige hacia ti?

-No, va hacia adelante, lo veo de espaldas.

La mujer pareció tranquilizarse por completo y relajó el tronco para aposentarse cómodamente en el suelo. En esto Ulises se dio cuenta que había dejado de esparcir polvillo de tierra sobre las llamas, y temió que la visión desapareciera, pero persistía. De pronto le entró un atisbo de pánico que no supo definir, porque él había estado en sesiones de espiritismo en Londres y Paris, y magia oriental en los Himalayas. Y se dijo que no tenía por qué asustarse, ya que sin duda se trataba de una visión paranormal más provocada por alguna substancia alucinógena que contuviera la tierra de aquel piso. Sin embargo un instinto repentino le estaba diciendo que aquello era distinto a cuanto hubiera visto anteriormente. Se frotó los ojos y los volvió a abrir; ahí estaba él, o su figura opaca como una pequeña estatua de arcilla, andando hacia algún lugar. Se hizo hacia atrás como si quisiera salir de la tienda, asustado. Miró a la mujer; ella seguía con su expresión de infinita ternura.

-¿Qué significa? – balbuceó temblándole los labios. Y como la mujer se limitaba mirarlo esperando algo de él, continuó. – El fuego se está apagando, tú has dejado de espolvorear y yo sigo ahí… no he tomado nada y sigo viendo… la visión no se esfuma…

-Pues, sigue mirando.- respondió ella con sencillez.

-¿Qué más he de mirar?

-Lo que necesites.

-¿Es el futuro?

-Futuro, presente, pasado… eso es irrelevante.

Ulises hacía ademán de arrastrase hacia la puerta de la cabaña. La figura, él mismo, seguía ahí, e incluso se había hecho más grande, como si fuera a adquirir tamaño humano.

-¿Tú también la ves?

-¿No oyes?

-Está hablando. – insistió la mujer.

-No oigo nada. ¿Qué dice?

-Presta atención.

La mujer se daba cuenta que Ulises no se podía oír a sí mismo en esa visión y por tanto avanzó un paso más del ritual para facilitarlo. Cerró los ojos y comenzó a emitir sonidos por su boca que Ulises fue oyendo perfectamente. Él esperaba oírse y entender qué era lo que estaba diciendo la figura emergida sobre las brasas, pero en lugar de eso escuchó con claridad el rumor de una serie de grabaciones antiguas, a juzgar por el sonido metálico de las voces, y que se iban solapando una a otra como piezas que salieran de una máquina de fabricar piezas y fueran cayendo en un cesto habilitado para recogerlas. Discursos de académicos ilustres, soflamas políticas, arengas militares, conversaciones de tertulias científicas, etc. Es decir que su voz que podría estar preguntando lógicamente acerca del fenómeno que le había llevado hasta aquel remoto lugar, no emitía más que la reproducción mecánica y tediosa de multitud de registros de su cultura sin aportar ninguna novedad. Finalmente Ulises lo empezó a entender: Las preguntas que posiblemente hubiera tenido que hacer a la mujer, encarnando un fenómeno que deseaba desesperadamente descubrir, no eran más que una serie deslavazada de prefabricados clásicos que ocupaban su mente, insertados desde antiguo por la presión cultural, y por tanto, simplemente no estaba haciendo las preguntas que él mismo necesitaba hacer.

La mujer abrió los ojos y se encontró con la mirada de un niño sorprendido, aunque no asustado, pues su propia sabiduría original le estaba dando las respuestas, soslayando las preguntas que manipulaban su mente desde que su cultura consiguió borrar el frescor de aquella mirada.

El secreto de aquella tribu, concluyó inmediatamente Ulises, era conservar la sabiduría original, y con ella saber manipular las energías ambientales para obtener respuestas sencillas a preguntas sencillas sobre lo cotidiano y necesario para seguir creando una vida plena en armonía con el entorno, puesto que a las preguntas complejas, por ejemplo sobre la existencia de Dios, el origen del universo y esas cosas, la sabiduría original las había descartado por inútiles, y por mucho peor, por ser la semilla que permite la manipulación de las mentes. Eso es simple, siguió pensando Ulises, como que para esas preguntas complejas no hay respuesta, se crea un vacío en la mente, un vació que ansía llenarse y esas ansias precisamente son las que permiten a cualquiera con un poco de poder de persuasión esclavizarte de por vida.

Obviamente, pensó Ulises, la mujer estaba leyendo sus pensamientos, la telepatía forma parte de las facultades elementales de la sabiduría original; no hay ningún problema en ello, y sonrió con ligeros cabeceos de asentimiento. Y como disponemos de intelecto solamente como un instrumento para ordenar la comunicación de nuestros pensamientos profundos y muchas veces demasiado personales, se decidió a usarlo para hablar.

-He venido a vosotros a lanzar preguntas cuya respuesta ya estaba prefabricada de antaño, ¿verdad? – la mujer esperó, no tenía sentido responder que sí a algo que ambos sabían cómo cierto. – Lo interesante es el estímulo que me movió a hacer el viaje… El viaje es lo importante, ¿verdad? Y el viaje se emprende porque surge en la conciencia un elemento nuevo e imprevisto que nos conecta con nuestra sabiduría original.

La mujer siguió esperando a que el extranjero fuera desgranando por medio de su la máquina intelectual aquello que la percepción de su consciencia profunda estaba captando. Se dijo que el recién llegado necesitaba seguir haciendo uso de esa máquina porque no había aprendido a confiar en los silencios compartidos. Silencios que se comparten cuando las mentes están limpias de interés y por tanto desconfianza. Todo llegaría, se dijo la mujer india, pues aquel extranjero ya había emprendido su viaje; El largo viaje a sí mismo.

-Es decir, – pareció concluir el extranjero – no hay nada por descubrir, salvo la vida real. Esta es la enseñanza; vuestro “secreto”. – sonrió. – Tienes razón, – siguió intelectualizando con su máquina cerebral lo que captaba en el pensamiento de la mujer.- No serviría de nada volver a mi mundo y contar que no existe aquí ningún fenómeno exótico de actividad paranormal capaz de mover rocas de cinco toneladas con el poder del pensamiento y esas sandeces de circo que tanto excitan los ánimos en los círculos científicos.

Y entonces el extranjero hizo como los niños de cualquier paraíso cuando la caricia de la vida los tranquiliza: quedarse dormido apaciblemente y sin variar su postura sentado con las piernas cruzadas, inclinando ligeramente la cabeza hacia uno de los hombros. Pero no quedó dormido todo su ser, solo una parte, porque la otra había quedado en la misma posición con la espalda erguida y se disponía a levantarse; eso en la cultura anglosajona se llama “viajes fuera del cuerpo”, y muy poca gente cree que existan, aunque sin confesárselo ya lo han experimentado, como ocurre con la sabiduría original. Siguió sonriendo a la mujer. Esta se levantó haciéndole una señal con la cabeza para que lo siguiera. La parte no dormida de Ulises, sutil e ingrávida, pero mucho más lúcida, se levantó y observó por primera vez en su vida cómo esos viajes, que sin saberlo había hecho muy frecuentemente, pero los interpretó como soñar que volaba, conservan una unión con el cuerpo del individuo por medio de una especie de cordón luminoso que solo la parte sutil puede ver. La mujer, ya de pie y dando unos pasos lo tomó de la mano para que no saliera volando por la abertura de la cabaña, pues quería mostrarle algo.

Cuando estuvieron fuera, Ulises vio perfectamente su rastro sobre el camino que le había llevado hasta allí. Ese rastro tenía dos partes, una las huellas sobre el suelo y la otra su propio perfil transparente sobre ellas, marcándolas una a una. Aquel rastro volvía sobre sus pasos de nuevo hacia la cima de la montaña, luego descendía por la otra vertiente, seguía hacia el poblado minero y se perdía en una especie de mercado persa, al que no había estado nunca pero que encarnaba en su mente al hormiguero humano que acababa de dejar. Se volvió hacia la mujer y en aquel estado Ulises no solamente podía leer el pensamiento de otro ser sino que lo compartía plenamente, y el pensamiento de la mujer le ayudó a dibujar, como en un óleo medieval, por ejemplo de El Bosco, la realidad de tales aglomeraciones de ciegas hormigas obedeciendo pautas muy precisas y repetitivas conducidas desde alguna parte exterior a ellas mismas para ejecutar conjuntos de acciones uniformes y monótonas, pero que cada hormiga, por si misma – se fijó Ulises mejor – cree que es independiente y libre, y que domina sus actos a su antojo. El pensamiento de la mujer le invitó a hacer otro ejercicio, alejarse como si estuviera viendo ese movimiento browniano a través de una lente zoom, y, como resultado, ese gran mercado fue desplazándose a izquierda y derecha sobre la tierra, los valles, las montañas, hasta elevarse como una pieza más del planeta convirtiéndose en una especie de satélite a punto de tomar su órbita, solo que lo hizo envolviéndose con el gran portal de un escenario en cuyo frontispicio aparecía un gran cartel típico de las fiestas patronales de cualquier pueblo del planeta humano en el que se leía: “Gran Teatro Ambulante. Los Jueves: Mercado”.

La mujer india tiró de la mano al Ulises-fuera-del-cuerpo y le invitó a dejar esa visión para regresar al objetivo de su visita. Sintió con mucha claridad el estímulo que lo hizo destacarse de entre el hormiguero, cuando aún estaba en él, para emprender el viaje. El estímulo ya es el propio viaje, porque lo contiene en su totalidad. Ulises se vio en la Biblioteca de la National Society un buen día lluvioso y gris de Londres, despegando la vista de una de las obras de Tucídides, en un punto en que el historiador griego de las guerras del Peloponeso, se pregunta, si valió la pena tanto derramamiento de sangre, y al levantar la vista del grueso volumen algo ocurrió en el mundo (definición de mundo: “instante visible y tangible creado por la interacción del individuo con su entorno”). Un destello de su interior salió de él en forma de objeto luminoso que, aunque no lo pudo ver en el momento en que sucedió, pero si en la visión por la que estaba transcurriendo ahora, permaneció a pocos centímetros de su pecho tirando de él con la insistencia de las cosas del otro mundo hasta que consiguió que se decidiera a emprender el viaje y cuando la importancia y complejidad de los preparativos impidieron renunciar y dar la vuelta atrás. Esos fenómenos ocurren en el hormiguero humano con poca frecuencia pero la suficiente como para que alguno de sus individuos responda al calificativo bíblico de “Ser humano creado a imagen y semejanza de Dios”.

La mujer india fue acompañando de la mano al Ulises-fuera-del-cuerpo por el poblado y en ese paseo los habitantes sí se iban fijando en él, no como a su llegada, que nadie volteó la cara para mirarlo. Y al notar sus miradas también pudo establecer un dialogo mental sin expresarlo en palabras. Pensamiento sencillos, cotidianos, pero advirtió que tales pensamientos en los indígenas emergían sin caparazón cultural, espontáneos, fuera la idea que fuese la que se creaba, e iban a compartirse con Ulises-fuera-del-cuerpo. Y lo que más le interesó es que ninguna de esas ideas afloraba en forma de pregunta sino de certeza. Ulises se encontraba en el mundo en el que no se hacen preguntas que solo son respuestas en desorden.

-Te has dado cuenta, ¿verdad? – le transmitió la mujer mentalmente.

-Sí. – respondió él por el mismo medio. – No veo ningún saco cultural injertado en el interior de esta gente del que salgan preguntas prefabricadas que, al no tener respuestas naturales, provocan las angustias existenciales. Todo son pensamientos provocados por estímulos naturales.

-Eso es. Aquí no “educamos” a nuestros hijos; les acompañamos con nuestras vivencias profundas solo para que puedan tener una referencia en el caso de que la necesiten. Nunca tratamos de injertar definiciones en su interior, y dejamos que sea su propia percepción individual la que se encargue de clasificar las cosas para uso exclusivamente personal. No establecemos bloqueos tipo “eso está bien o eso está mal”, sino que confiamos que su percepción del entorno natural les vaya configurando sus propias definiciones.

-Eso no sería posible en nuestras sociedades masificadas.

-Ahora ya no, claro, pero, ¿lo fue en el principio? ¿se hubieran masificado tan exageradamente de no haber injertado en las primeras sociedades el germen de la posesión de otros territorios y por tanto la necesidad de multiplicarse para asegurar la conquista? No son preguntas que yo me haga porque aquí, en nuestra colectividad, ya veo la respuesta.

-Eso es: me las hago yo.

-Pronto dejarás de hacerte preguntas, porque ya no será necesario. Quiero decir, preguntas sobre tu existencia y la de Dios, porque no necesitarás creer, simplemente sentirás la presencia de tu naturaleza divina y por lo tanto de tu Unión con el creador, y con esa percepción ya no hay sitio para ninguna angustia existencial provocada por preguntas-trampa.

-En efecto, todo está escrito desde el principio de los tiempos, basta con leer bien, es decir sin definiciones previas, sin vacíos culturales injertados en nuestro interior que provocan la creación de preguntas sin fin, y por tanto bloquean la percepción profunda.

Al cabo de una rato de paseo por el poblado indio y cuando la mujer sintió como a Ulises la fascinación inicial fue dejando paso al contacto en equilibrio con la naturaleza y sus moradores dio por terminada aquella sesión de descubrimiento.

-Vamos a despertarte, ¿te parece?

-Bueno, de acuerdo, ya me estaba gustando esto de volar por encima de lo aparente.

-Puedes hacerlo cuando quieras. Lo has hecho sin darte cuenta durante toda tu vida, especialmente de niño.

Volvieron a la cabaña, la mujer no soltó la mano invisible de Ulises-fuera-del-cuerpo, porque una de las cosas que hay que aprender es a volver sin extraviarse. Ya en la cabaña, Ulises se incorporó hacia un lado para que Ulises-fuera-del-cuerpo pudiera entrar por el plexo, a la altura del hígado, que es lo que él conocía de haber escuchado a su maestro de ocultismo, uno de los miembros de la famosa sociedad secreta Golden Down, dirigida en aquellos días por McGregor Mathers. Sin embargo intuyó que aquella gente de la tribu Shurweeh podía entrar y salir por cualquier parte, aunque para verificarlo debería experimentarlo por sus propios medios.

Poco a poco los dos Ulises volvieron a unirse y la mujer india se sentó de nuevo frente a él al otro lado de la fogata. Ulises sonrió y empezó a hablar.

-¿Por qué me has mostrado vuestro secreto?

-¿Qué secreto?

-Pues… ese poder de visión, la comunicación telepática, e… de pensamiento, la percepción.

-No es ningún secreto, todo ser humano nace con eso.

-Vuestro secreto – dijo Ulises a modo de conclusión – es no haberlo perdido. .

La mujer no contestó, se limitó a compartir los pensamientos de Ulises. Y ambos siguieron hablando sin pronunciar palabra.

-Habéis visto vuestro destino, ¿verdad?

La mujer tardó en contestar; sabía que se refería a la conquista de sus territorios por parte del ejército.

.Cuando plantas la semilla de un árbol, sabes que algún día harás leña con él para calentarte, pero no hace falta saber cuándo exactamente va a morir, porque eso no importa, todos los seres vivos tienen ese destino. Lo único importante es cómo viven.

-Desde luego. ¿Qué vais a hacer? ¿trasladaros a otro lugar, más allá de las montañas del Norte?

-El Consejo de ancianos no lo ha decidido aún. Aquí están enterrados todos nuestros antepasados desde hace siglos.

-El ejército llegará antes del invierno, y lo arrasaran todo.

-Lo sabemos, pero eso tampoco tiene importancia.

-¿No la tiene? ¿El exterminio no tiene importancia?

-Ya te lo he dicho. Jamás podrán llegar a alcanzar siquiera un brizna de lo que tú ya conoces, y que solo es una pequeña parte, porque el secreto, como tú lo llamas, se guarda a sí mismo.

-¿No teméis que yo revele lo que he visto?

-En el caso de que te creyeran, lo que tú has experimentado solo es una pequeña parte, y con esa parte no pueden hacer nada, especialmente porque el “secreto” está dentro de nosotros, somos uno con él, no se puede separar ni escribir en un libro que sirva para reproducirlo.

-Es como la alquimia, – se dijo Ulises a modo de ejemplo, – quien hace la transformación realmente es el propio alquimista con sus facultades. La materia, el ácido, el fuego y las secuencias de la Obra por si solos no pueden hacer nada. Ya puedes estudiar los mejores libros de alquimia que no conseguirás nada, si la transformación no está previamente en tu interior. Ocurre lo mismo con la magia clásica, el poder del mago reside en él mismo, no en sus amuletos o instrumentos.

-Y además, – añadió la mujer, – tampoco vendrán para aprender sino para destruir, y como el “secreto” no puede ser destruido porque es el corazón y la esencia de la creación del Ser Humano, pues ya lo tienes. Como te digo no hemos decidido si lucharemos a muerte o simplemente nos iremos, o les daremos la bienvenida a las migajas que ellos consideran tan importantes, los minerales. Es irrelevante, porque cada uno de nosotros seguirá en comunión con la Unidad, esté donde esté y la tradición se mantendrá, aunque oculta a las élites ignorantes de vuestro mundo, que no entenderán nada porque creen que lo saben todo.

-Eso me recuerda la historia de los cátaros – volvió a ejemplificar Ulises para sí mismo – fueron destruidos por las hordas del Papa, pero la tradición siguió en otras formas que escaparon a ser detectadas, como los trovadores, las canciones aparentemente de amor galante y exteriormente sin trascendencia, y siguen en la actualidad. Ya veo: el “secreto” – Ulises aceptó el matiz que le propuso la mujer de usar esa palabra aunque no tuviera el mismo significado – se seguirá transmitiendo en forma oculta de persona a persona, no para preservarlo sino para seguir utilizando su poder sin alteración.

En ese momento la mujer levantó la vista a Ulises y pronunció en palabras sus pensamientos:

-Está bien, ya debo ocuparme de otros asuntos. ¿has tomado tu decisión?

-Sí, me gustaría quedarme con vosotros, si me lo permitís.

-Claro, puedes quedarte el tiempo que quieras.

Ambos se incorporaron dispuestos a dar por terminado aquel ritual y se dirigieron a la puerta de la cabaña, pero antes de que Ulises se pusiera a buscar su lugar entre aquella comunidad, la mujer, paseando la mirada en un amplio abanico, le preguntó sin volver la cara hacia él.

-¿Qué harás cuando lleguen?

-Lo decidiré en ese momento; hay muchas maneras de luchar y todas están relacionadas con la forma en que las energías se disponen para que se pueda preservar el bien.

Al asomar afuera de la cabaña, Ulises se encontró con una comunidad mucho más activa de la que vio al llegar, porque no debió verla correctamente. Los lugareños andaban y venían con sus quehaceres, hombres a caballo o a pie trasteando leña y fardos, alimentando algunas hogueras en el exterior y otras dentro de las cabañas. Niños jugando por cualquier parte sin estar acompañados de las amenazas de los adultos. En realidad aquella comunidad se parecía mucho a un completo jardín de infancia. De pronto a Ulises le asaltó algo tan civilizado como intervenir en la fuerzas de la naturaleza para evitar la catástrofe; la invasión de la modernidad en forma del ataque de un regimiento del ejército para conquistar aquellas tierras ricas en minerales, pero aquel impulso duró poco en las tierras de su conciencia recién reconquistadas por la comprensión de los ciclos y sus protagonistas, porque ya vio que aquella transformación debía ocurrir, tal vez para difundir donde fuera posible la llama de aquel espíritu ancestral. Pero, en cuanto a eso, solo tal vez. Ha ocurrido con otras culturas, cuya esencia fundamental se arriesgó a salir de sus templos para comunicar su esencia a otras partes del mundo. Pero como la Esencia y el Ser Humano son dos cosas inseparables, ese proceso de difusión solo depende del nivel de desarrollo de aquel.

La mujer echó a andar por la gran explanada y pareció invitar a Ulises a seguirla. La belleza del paisaje y la armonía de aquellas gentes reprodujeron en Ulises el brote de la enfermedad típica de su cultura: Deseo de posesión. Te impresiona algo y quieres poseerlo. Una cultura que se construyó sobre grandes vacíos, cavernas insondables en la conciencia, provocadas todas ellas por la sed de preguntar, creada por intencionalidad social de la educación. Y el espejismo se completaba con la creencia de que esos abismos artificiales podían colmarse o sus angustias saciarse con la posesión de la belleza. En Ulises tuvo la forma del irresistible deseo de proteger a aquellas gentes de las hordas de su propio mundo. Y la angustia de saber que eso ya no era posible provocó el mecanismo multiplicador que ha destruido la cultura occidental en base a destruir las demás. Un dolor muy agudo en la boca del estómago lo hizo doblarse y dar con sus rodillas al suelo. Iba ya a doblarse por completo cuando sintió los dedos delicados que se posaban a su espalda. Fue como un rayo de sol recibido en el frio más intenso de las nieves polares. Todo su cuerpo se inundó de luz y calor, y su espalda se irguió de nuevo. La mujer lo ayudó a levantarse. Le paso la mano por los hombros como si estuviera dándole la medicina definitiva. Le tomo de la mano y le invitó a andar por la comunidad y sus alrededores para que pudiera encontrar su sitio.

Y así fue como Ulises Seaworth logró cumplir con el estímulo en forma de objeto luminoso que se destacó de su cuerpo aquella la mañana en la Biblioteca de la National Geographyc leyendo una obra de Tucídides, distanciándolo de la monotonía prefabricada del hormiguero cultural en el que fue a nacer, y por tanto descubriéndole una dimensión de su propia naturaleza desconocida para la mayoría de los seres humanos, culpables de confiar en sus creencias.

Juan Trigo

El Bruc, 4/1/2015

DIÁLOGOS CON LA BESTIA


San Jorge y el Dragón

*

El arquetipo del caballero luchando contra el dragón es universal en culturas que van desde la antigua Persia a Europa, pero hay que tener en cuenta que en el simbolismo precristiano el caballero no mata al dragón atravesando su cabeza con la lanza, sino que simplemente lo domina, lo mantiene vivo para que la lucha dure tanto como su propia vida, y de eso modo él se hace más fuerte y más sabio a cada duelo con su doble oscuro.

En algunas escuelas de sufismo se admite abiertamente que no es posible conseguir la extinción total del Ego, y por el contrario se advierte que no solamente no es necesaria sino que la confrontación constante con el verdadero enemigo del ser humano es conveniente para mantenerlo alerta y vigilante de su propio desarrollo para pasar de humanoide a humano. Es lo que algunos maestros yoguis llaman la meditación permanente, compuesta de la alerta constante y su fruto más inmediato, la toma de conciencia permanente.

El cuento “Una historia de Amor” podría tener muchas continuaciones, tantas como a cada lector le hagan falta. Por ejemplo, una de ellas podría ser la transcripción de algunos de los diálogos de viejo Edgar Krauft con su bestia, que podrían tener esta forma:

–       ¿Y ahora qué vas a hacer viejo? – oye susurrar a la bestia en su interior – ¿No te gustaba la tranquilidad que habías conseguido después de tantos años de enfrentarte al repudio social? Más o menos habías conseguido llevar una vida ordenada, placida y sin sobresaltos, y ahora acabas de dejar entrar en tu vida a esta mujer que sabes que te lo va a trastocar absolutamente todo?

–       Mmmm… Vaya, vaya – dice Edgar en voz alta en un momento que se asegura que Carla no puede oírle – ¿Dónde estabas amigo? Hacía rato que no oía tus rugidos del averno ni se me irritaba la nariz por el azufre de mis infiernos.

–       No te desvíes del tema …

–       No lo hago, amigo, lo estoy centrando. Cuando Carla apareció bajando del taxi no tuviste otra opción que retirarte a tus calabozos, porque el encuentro era demasiado hermoso para que pudieras influir en mi ánimo. ¿Y ahora qué? ¿Piensas que me he olvidado de ti? ¿Crees que no se qué sigues ahí, agazapado a punto de dar el zarpazo?

–       No contestas a mi pregunta. ¿vas a permitir que esa mujer altere tu tranquilidad?

–       Te contestaré con otra pregunta, a la manera de los grandes maestros sufís: ¿Recuerdas si en mi larga vida haya habido alguna mujer que me ame como ella?… – silencio en los infiernos – ¿Qué pasa? ¿No tienes respuesta a esa sencilla pregunta?

En otro momento el ataque de la bestia podría tener la forma:

–       ¿Hasta cuando crees que una mujer como ella – vuelven a sonarlos goznes de las mazmorras – estará dispuesta a las limitaciones de un viejo como tu? Ella necesita un tipo potente y joven…

–       ¿No crees que eso lo ha de decir ella?

–       Y cuando ya no la satisfagas, ¿qué vas a hacer, echarte a llorar?

–       Probablemente. Pero, ¿sabes? Ni tú, que solo eres producto de los miedos injertados en la educación, la cultura y las religiones, eres eterno. Todo lo existente no es más que una probabilidad de encontrar un proceso de cambio en algún lugar del espacio. Por tanto yo vivo aquí y ahora, porque el futuro es pura especulación. Y te aseguro que en mi larga vida jamás había experimentado unas relaciones tan intensas, directas y transparentes, ausentes de eso tan estúpido que se llama el arte de la seducción, o lo todavía más mediocre, que se llama la diplomacia. Los dos sabemos muy bien quiénes somos y con qué tipo de bestias hemos de luchar a cada instante… – silencio en los desfiladeros oscuros – ¿Qué, ya te retiras? ¿No tienes nada que decir? Sabes que estoy en lo cierto, ¿verdad? Carla no es una princesa indefensa sino una Atenea furiosa con la que te sientes impotente. Pero no te retires, esto es muy divertido. No me conocías esa faceta, ¿verdad?; la de reírme de mis miedos ante mis propias narices. Todo es cuestión de práctica. Hay que empezar por reírse de las manías, de las tonterías, de las necesidades de disimulo, de huida, etc., para llegar a reírse de los miedos inculcados.

O, en otra ocasión, al cabo de unos instantes o de varios días:

–       ¿Ves ya está arreglando las cosas que tu tenías ordenadas? ¿Vas a permitirlo? ¿Vas a permitir que una mujer ordene tu vida?

–       Pues sí, porque me está haciendo un favor. Probablemente me costará mucho menos encontrar lo que busco en cada momento.

–       ¿Una anarquista desordenada como ella?

–       ¿En qué quedamos, ordena o desordena?

–       Ya sabes a lo que me refiero.

–       ¿A sí? Vaya.

–        ¿Te has Fijado en su cuerpo? Hay mujeres de cuarenta años que están mucho mejor.

–       ¿Te has fijado en el mío? … ¡Cállate de una vez! Eres grotesco, das lástima.

–       Exacto, viejo… damos lastima. ¿Adónde nos ha llevado nuestra estupidez? Obedecer miedos culturales, familiares, sociales; miedos que no eran nuestros…

–       Por eso los asumimos con tanta intensidad, amigo, mío, porque no eran nuestros. Al niño recién nacido y en sus pocos años de iniciar la vida le sorprendieron tanto las insistentes consignas a obedecer al miedo de sus padres, correa de transmisión de religiones y pautas de conducta sociales, que no tuvo más remedio que obedecerlas y hacerlas suyas.

–       Ojalá pudiéramos volver atrás…

–       Oh, no, eso no, tampoco me engañarás con eso, porque también es un arquetipo más de nuestra sociedad terrorista; sabes que no podemos volver atrás, y lo que pretendes es que me hunda en autolamentaciones y victimismos. Es la herencia psicosomática de nuestra sociedad juedo-cristiana: culparnos del martirio de Cristo y del pecado de Adán, ante ninguna de ambas leyendas podemos actuar sino sentirnos encadenados a ese ilusorio complejo de culpa.

–       ¿Entonces qué, necio pecador?

–       ¿Entonces? Oh, te has vuelto muy simple, has perdido muchas facultades de automanipulación con las que te entrenó la cultura. ¿Entonces? Muy simple, entonces el futuro.

–       ¡Oh, sí, esa monserga de olvidar lo que has aprendido y devolver lo que te han inculcado!

–       Bien, muy bien, veo que vas progresando. Al final acabarás pensando por ti mismo…

–       ¿Y quién soy yo, sino producto de lo que me han inculcado?

–       Exacto, ese eres tu, pero piensa que antes de que tu aparecieras, aunque fuera por unos instantes, nací yo, libre y autosuficiente, como todos los animales de la creación. Y piensa que tú eres solo el producto de una reacción colectiva a permitir que yo sea lo que soy, libre y autosuficiente. Una reacción colectiva que va durando varios milenios.

–       ¿Entonces? ¿Por qué crees que vas a librarte de esa carga mundial?

–       Precisamente porque puedo tener este diálogo contigo y aprender de mi mismo con ello.

La lucha no termina, es constante, día a día, hora a hora, segundo a segundo. El acero se forja a fuego y golpes. Alerta en cada instante; meditación permanente. No hay tregua ni descanso; a eso hemos venido y para eso estamos aquí.

Juan Trigo

¿PUEDE EL AMOR EN UNA RELACIÓN DE PAREJA SER DESINTERESADO?


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*

Gunnar Bjornstrand, el viejo oráculo del Tronjeim, tuvo que llamar por teléfono a su consultante, contraviniendo sus propias normas, para atajar de una vez la avalancha de preguntas/respuestas por  chat que generó su última tirada de runas, a propósito de las dudas de la mujer sobre insistir en el que ella llamaba el amor de su vida.

-Vamos a ver Martha, – empezó con cautela, – volvamos al principio.

-¿Quién es usted? – preguntó la mujer con voz trémula, no pudiendo dar crédito a que la hubiera llamado.

-Sí, soy yo, Gunnar, y ya sé que mis condiciones son no mantener contacto telefónico con mis consultantes, pero parece que no me supe explicar bien, o que el tema va mucho más allá.

-Solo se trata de una relación amorosa, maestro…

-¿Sólo…? – el oráculo se quedó pensativo.

-Bueno, no, claro que no. Steve es el amor de mi vida; hace años que nos conocemos y aunque yo he pasado mientras tanto por otras relaciones…

-¿Es o no es el amor de su vida, Martha?

-Sí sí, desde luego, maestro. – se apresuró a confirmar ella ante el temor de que el oráculo colgara el teléfono inmediatamente al sospechar que no se trataba más que de otro de los frecuentes flirts. – Pienso en él constantemente desde hace mucho tiempo, pero siempre hay algo…

-Que es precisamente lo que le indiqué en la primera lectura de los glifos. ¿Recuerda el orden de aparición?: Eihwaz, paciencia, Uruz, transformación y Jera, cosecha. La respuesta a su pregunta de si debía seguir buscando la manera de establecer una relación con Steve es afirmativa, por Jera, pero hay que pasar antes por un proceso de transformación una alquimia interior, significada por Uruz, con paciencia y perseverancia, que es lo que pide Eihwaz.

-Claro, maestro, ya le entendí perfecta…

-No, no me entendió Martha, – le interrumpió – o yo no me supe explicar. También le señalé el aspecto de mercurio a Plutón en su Carta Natal, indicando que en este momento dispone de buena información sobre los miedos infundados que guarda en su Caja de Pandora, Plutón, y que Uruz pide abrir y procesar con Eihwaz, paciencia.

-Pero…

-Si Steve es el amor de su vida ha de arriesgarse, y él también por supuesto, y para ello ha de bucear usted muy hondo y ver qué es lo que le impide entregarse a alguien en cuerpo y alma, sin reservas, como no ha hecho nunca.

-Bueno Maestro, tampoco hay que…

-¿Es amor de lo que estamos hablando, Martha, o de otra cosa?

-Sí, sí, claro.- La mujer visualizó claramente como el viejo oráculo estaba otra vez a punto de colgar definitivamente. – Es el amor de mi vida – se censuró la niñería de haberlo de repetir como una etiqueta – Por eso le pedí que me ayudara.

-¿Está usted dispuesta a perder el control?

-¿Cómo?

-Ya me ha oído.

-Claro… yendo hasta los límites del amor…

-¡El amor entre un hombre y una mujer no tiene límites, Martha! Lo demás, será otra cosa pero no es amor.

-Claro, claro, Maestro; desde que conozco a Steve, y ya son muchos años, siempre me ha atraído poderosamente, pero al mismo tiempo noto que puedo ir demasiado lejos con él, demasiado al fondo. Y eso me asusta.

-¿Y?

-Me asusta entregarme de esa manera.

-Ya sabe que si usted se entrega él también lo hará sin condiciones, ¿verdad? De otra forma no hubiera aparecido Jera en su camino.

-Lo sé. Él siempre ha esperado a que yo me decidiera; es hombre de una sola mujer, lo sé también, y es hombre del todo o nada. Y he sabido siempre que no le interesaba en absoluto una relación pasajera, un flirt. Es lo que me ha estado coartando todos estos años.

-Y ahora su ser ya no le da más tregua, ¿verdad?

-Eso parece, Gunnar.

-¿A que está esperando, a que se hagan más viejos?

-Gracias.

-¿Por qué?

-Por haberme llamado. Sé que usted no lo hace nunca. Y de no haberlo hecho tal vez yo habría dejado pasar el momento.

-Tal vez. Aunque lo dudo; Su cuerpo y su alma se lo piden a gritos.

-Gunnar, – la mujer cambió radicalmente de tono, – ¿Por qué me ha llamado?

-¿Qué por qué la he llamado?

-Sí, – y se atrevió a añadir – ¿no será que usted se está planteando una situación parecida?

-…  – Silenció al otro lado, pero el oráculo no interrumpió la conversación.

-Disculpe si me he metido donde no me llaman. Desde luego le agradezco infinitamente la llamada, porque me ha dado el impulso que necesitaba para resolver mi vida de una vez, y no sé si he hecho bien en hacerle esa pregunta.

-Ha hecho bien.  – respondió Gunnar Björnstrand muy quedo.

-No tiene que explicarse, Maestro, ni mucho menos. Ha sido una tontería.

-Mucho menos de lo que usted cree, Martha. En efecto, yo también estoy en una situación parecida. – Martha empezó a inquietarse porque su maestro bajara del pedestal y se mostrara como un humano más, pero él continuó: – O cedo el control y me entrego sin condiciones o será otra mediocridad pasajera más.

– Y usted quiere que sea total. – se atrevió a decir Martha.

-Sí. – sentenció el viejo nigromante. – El verdadero amor en pareja o es incondicional o es otra cosa, que pasa sin pena ni gloria. Si el amor entre la pareja no es desinteresado, no es amor.

-Maestro, yo voy a hacer mi trabajo porque sé que tiene usted razón, pero ¿no cree que eso es poner las cosas muy en un plano demasiado teórico e idealista?

-Todo depende de lo que usted quiera en la vida.

-¿Y cuándo se da usted cuenta que su entrega incondicional le sirve al otro para manipularle mejor?

-Es el momento de marcharse.

-Con el corazón hecho trizas.

-No. Ahí está el detalle, precisamente, del amor desinteresado: Si no hay deseo de propiedad no hay dolor por la pérdida. Uno ama porque eso le hace feliz y expansiona su conciencia, no porque desea tener al otro para sí. ¿Comprende?

-¿Cómo quiere que comprenda que no voy a sentir dolor el día en que descubra que me han manipulado?

-Ese es su problema, ciertamente. Ya sabe lo que se dice en Magia Blanca, nadie puede ser manipulado si no lo permite.

Juan Trigo

NO TIENE NINGÚN SENTIDO VIVIR COMO PERROS RABIOSOS ATACÁNDOSE CONSTANTEMENTE HASTA LA DESTRUCCIÓN.


*

El abogado Aleistair Crowley tenía su bufete en Conduit street, una de las calles más selectas del centro financiero de Londres, cerca de la no menos exclusiva galería de tiendas de Burlington Arcade. Aquella mañana su cliente, el diputado John Barrimore Cosworth Tercero, le hizo una intrigante pregunta que le llevaría de cabeza para el resto de su vida. Había conseguido el divorcio con extraordinaria facilidad; aunque a decir verdad su cliente pudo muy bien prescindir de sus servicios, porque la esposa de éste, contrariamente a lo que ambos se imaginaban, no hizo más que allanar el camino para una separación amistosa. Tanto es así que no hubo ninguna necesidad de ir a juicio.

– Me queda una cuestión todavía, Aleistair.
– Usted dirá, John, pero, ¿no está todo resuelto?
– Sí, sí, claro. Hemos repasado todos los detalles, no parece que haya ninguna trampa escondida, o factura que no hayamos podido prever.
– Claro, lo hemos repasado mil veces. Entonces, ¿Qué le preocupa?
– ¿Para qué han valido esos 18 años de infierno?
– ¿Cómo dice?
– Oh, no tiene nada que ver con asuntos de la judicatura, más bien es una pregunta existencial que yo me hago, ahora que ha pasado todo: ¿ha tenido algún sentido someternos y a nuestros hijos a ese infierno dantesco que parecía inacabable?
– Eh…
– Bueno, ya sé que en este momento y en este lugar requiere un esfuerzo intelectual que no tengo derecho a pedirle, pero, ¿con quién más puedo compartir esta honda insatisfacción de haber perdido lo mejor de nuestras vidas en una mascarada destructiva? ¿He de preguntárselo a Dios?
– Pues, tal vez, porque yo… John, ¿Por qué no prueba a consultar a ese psiquiatra de Viena, Sigmund Freud creo que se llama, que utiliza los métodos hipnóticos de Charcot para encontrar las causas profundas de nuestras torturas, en el fondo de nuestras conciencias? ¿Cómo pudieron aguantar ustedes dos tantos años…?
– Esa es precisamente la pregunta que no logro responderme, y por eso se la hago a usted porque a lo largo de estos largos trámites creo que nos ha llegado a conocer my bien.
– No, en absoluto. Aquí solo hemos visto documentos, bienes, propiedades, y la codicia de cada uno por quedarse con la mayoría de ellos. Pero ni por asomo puedo comprender qué les ha hecho tolerar ese infierno, del que sus amigos hemos sido testigos tantas veces, entre ustedes y para sufrimiento de sus hijos.
– ¿La necesidad de ir probando nuevas vías de entendimiento? ¿las culpabilidades por no ser capaces de? ¿la protección de nuestros hijos, que en realidad ahora respiran aliviados de no tener que soportar gritos e insultos? ¿un poco de todo? No lo sé. Ahora que ya ha pasado y me encuentro en medio de un prado florido en primavera con un sol radiante me digo, ¡qué gran estupidez! ¡Qué inútil pérdida de tiempo y salud! Si solamente pudiéramos observarnos un poco de lejos en algunas ocasiones, saldríamos corriendo sin más.
– Y nos dejarían sin trabajo a los abogados.
– Tal vez los médicos también se quedarían sin trabajo si solamente pudiéramos rechazar vivir como perros rabiosos que solo saben destruirse mutuamente.

LA VIDA SOLO TE ENCOMIENDA PERSONAS Y COSAS PARA QUE LAS CUIDES, NUNCA TE CREAS SU PROPIETARIO. LA PROPIEDAD PRIVADA NO TIENE SENTIDO, YA QUE NI TU CUERPO POSEES.


libertad

*

El viejo Alexei Tarchenko siempre creyó que aquel niño era su hijo, a pesar de que por edad podía ser su bisabuelo. Y en realidad era su hijo biológico, pues siempre recordaría el momento en que se sintió un dios al hacer el amor a aquella mujer joven que la guerra trajo de improviso a su cabaña, en Los Cárpatos, seis años atrás.

Pero cuando aquel otro día, otra guerra trajo a esa misma cabaña un matrimonio joven que jamás podría tener hijos y se prendó de aquel chiquillo celestial, Alexei supo que debía dárselo cuando se marcharan, para que creciera con unos padres que podrían encargarse de que su vida se desarrollara como otro niño en cualquier aldea de cualquier territorio normal.

Y cuando los tres se hubieron marchado hacia una nueva vida, habría permanecido atado por el llanto sin descanso hasta que la muerte lo liberara, de no haber sido porque un dios compasivo se le apareció un día al alba, para recordarle lo esencial.

– Alexei.
– Eh, ¿Qué ha sido eso?
– Alexei.
– ¿Quién ha hablado, quién eres?.
– Mi nombre no importa.
– ¿Qué quieres de mí?
– Que por lo menos derrames tus lágrimas sobre las hortalizas de tu huerto, para que este llanto tenga alguna utilidad.
– No puedo quitarme del cuerpo la memoria del pequeño. Lo intento, pero no puedo. Era un niño extraordinario…
– ¡Pues ya basta! – gritó la voz – déjalo libre y concédete tu libertad. Déjalo marchar de tu corazón.
– Es lo mejor que me ha ocurrido en la vida.
– ¡Mientes! – bramó el viento. – Lo mejor de tu vida es ella misma.
– Pero…
– ¡Basta! – sentenció el color de la alborada que iría haciéndose más luminosa conforme avanzara el día. – Solo te encargué que lo cuidaras, nada más.
– Mi señor…
– ¡Levanta, solo las beatas se arrodillan ante el silencio! ¡Levanta, coge tus herramientas y ocúpate del huerto! Aún te queda mucho que cuidar. La guerra te traerá otros niños, otras mujeres a las que amar, otros desgraciados a los que cobijar y proteger. Y no vas a servir de nada si agotas tus lágrimas. Hay mucho por lo que llorar en esta tierra.
– ¿Quién eres?
– Yo soy tu.

MERDE ! LA VIEILLE GARDE MEURT MAIS ELLE NE SE REND JAMAIS. (¡Mierda! La Vieja Guardia muere, pero no se rinde nunca)


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*

– Pero querido Dimitri Ivanovich, amigo mío; usted no estuvo en Waterloo. No se movió de Moscú después de la retirada de Napoleón. Hubo tantos cadáveres que enterrar… ¿Cómo puede haber escuchado de labios del propio Ethienne Cambronne, a caballo, la célebre frase antes de ser derribado de una bala en la cabeza. En realidad…
– La realidad, señora mía, para los poetas solo es un pequeño estorbo.
– Quería decir que según los ingleses Cambronne fue capturado antes de pronunciar su frase. No sé de dónde ha salido que…
– ¿Los ingleses? ¿A qué poetas se refiere usted, Byron, Shelley, Shakespeare?
– Quise citar al corresponsal de guerra John White en su artículo en The Times, que desde luego no era ningún poeta, pero eso a usted no le importa, ¿Verdad amigo mío?
– Mi querida señora; para una mujer de tan excelsa como inquietante belleza, no me imagino como un hombre normal y corriente en sus cabales puede desear seguir siendo solo “un querido amigo” y no pase todas sus noche en vela deseando ser su amante.
– Dimitri Ivanovich, ya sabe que le quiero mucho más que a nadie en el mundo desde hace años, pero eso no incluye…
– Fíjese, Helena Petrovna: Allá abajo.
– Alguien que no le quisiera tanto como yo se iba a ofender por ser interrumpida constantemente. En fin, ¿en qué me he de fijar, y donde?
– Al fondo del valle, por la carretera de Novosibrisk, es el IV Regimiento de Coraceros de Hannover que se dirigen a la muerte contra la balaustrada de los cañones de Murat.
– Oh, ese regimiento fue disuelto por el propio Mariscar Bücher…
– La polvareda levantada por su galope tendido esparce irisaciones que el sol reflejado en sus corazas dibuja fielmente el retablo de San Juan Bautista, atribuido a Maese Feuerbach de Amberes. Ahí están los bajo relieves de la Anunciación. ¿Los ve?
– Es usted delicioso, Dimitri Ivanovich, sencillamente encantador, pero no hay nadie en esa carretera, está vacía a estas horas de medio día en que los campesinos aún no han empezado a volver de sus tareas.
– Oh, bueno, eso es un detalle sin importancia. Entonces esa polvareda ha debido levantarla algún viento repentino, pero igualmente el verde de los prados se ha tapizado con ese asalto multicolor de todas las luces del día. ¿No me diga que tampoco ve eso, mi querida Helena Petrovna?
– Pues claro, ¿Cómo no iba a ver yo un poco de viento levantando polvo en la carretera?
– Hummm, “un poco de viento levantando polvo”.
– Bueno, sí, eso es lo que es, ¿no?
– ¿Es eso lo que usted quiere que sea?
– Ah, no; no empiece con acertijos. Yo veo lo que es. Y ya está.
– Y ya está. De acuerdo; sea: un poco de polvo en la carretera.
– ¿Ya está? ¿Así de categórico? ¿Ya se rinde…? Oh, claro, claro. Vaya, he caído en su trampa, vale, vale, de acuerdo: “La vieja guardia no se rinde nunca”… ¿Sabe Dimitri Ivanovich que tiene usted una sonrisa de niño travieso que me encandila?
– No, no lo sabía, pero sus cumplidos me encadenan aún más a Usted, por fortuna ¿Sabe, Helena Petrovna? Yo prefiero ver los destellos iridiscentes que me recuerdan al maravilloso retablo de Maese Feuerbach en lugar de que continúe en mi retina el grueso manto de sangre de soldados inocentes que cubrió por completo esa carretera apenas el año pasado, y que el tiempo ha tardado tanto tiempo en difuminar.
– Pero querido, eso es la realidad, eso es la vida, así es el mundo.
– Discúlpeme.
– ¿Adónde va?
– Vuelvo enseguida.
– Pero… ¿Por qué se aleja?
– ¡Merde!… Ya está, ya estoy de vuelta. ¿Decía usted?

CARTA DEL EXILIO


*

Sube el  telón y está a Lucía pensativa en mitad del escenario, con la mirada perdida en el patio de butacas, sosteniendo una carta que acaba de sacar de un sobre, también en la mano.

Da unos pasos erráticos y por fin se dirige a la ventana que hay en mitad del decorado del fondo. Se apoya en el alféizar y recita de memoria:

*

Lucía:      

-Ahora me escribes mucho más a menudo, y es cada vez más triste el mensaje.

Siento como se alejan aquellas alboradas, de las que hablan tus cartas.

Tratas de componer cantos de aves del paraíso, pero me llegan pañuelos llenos de llanto entre las letras.

Quiero escribir a todo el mundo:

Pondre flores en el sobre, espliego, hinojo y tres margaritas blancas,

Un trago de mar y un trozo de cielo, una miseria y recuerdos;

Los que tú me dejaste.

Un trago de mar y un trozo de cielo, un temblor de árboles,

Una miseria, dicen:

Es todo lo que puedo darte.

*

Voz de Ricardo:

-¿Todo lo que puedes darme? Me diste aquellos momentos de vida.

¿Te parece poco?

Si pudiera convertir en letras mis lágrimas que caen sobre el papel,

Leerías en cuantos trozos se rompe mi corazón, cada día,

Sabrías cuán lejos se fue mi descanso,

Lo imposible que ya es conciliar el sueño,

El ayuno forzoso, porque mi cuerpo ya no puede recibir alimentos.

Hasta respirar se hizo vaga ilusión.

Ya que no puedo abrazarte, hare el amor a la muerte,

Cada vez compañera más insistente.

Lucía se vuelve de nuevo al escenario, apretando la carta y en sobre entre ambas manos.

*

Lucía:

– ¿Dónde estás? Oigo tu voz aquí.

(Se lleva ambas manos con la carta y el sobre  arrugados, sobre el esternón).

Tan cerca, tan lejos.

Esa compañera blanca insistente, que dices, soy yo.

Pues el mundo se fue contigo; ya no lo veo por la ventana.

Ni en ninguna parte.

*

Voz de Ricardo:

– Tu muerte es mi muerte, amor.

Dicen que su manto no tiene tiempo ni espacio.

Tal vez sea el propio Dios, omnipresente.

Pues, si está aquí, en ti y en mi.

¿A que esperamos? Voy hacia ti ahora mismo.

*

Lucía:

-¡Oh, sí! Ahora te siento más que nunca.

Voy hacia ti, también.

Y no necesito ningún instrumento, puñal, disparo o veneno.

Es mi cuerpo, todo él, su instrumento.

Aguarda, amor, ya llego. Por fin…

La luz se apaga lentamente. Lucía permanece de pie en mitad del escenario.

Cuando acaba de apagarse la luz, cae el telón lentamente.

*

Juan Trigo

*

Inspirado en la Canción de Maria del Mar Bonet: “Carta a L’Exili”.

http://www.youtube.com/watch?v=CJE6HPt2AG0

Texto (mi traducción castellana es el primer monólogo de Lucía):

Ara m’escrius molt més sovint
i és sempre trist el missatge;
sent allunyar-se aquells matins
que em duien les teves cartes.
Si vols escriure un cant d’ocells
entre les teves lletres,
a mi m’arriba un mocador
enllagrimat d’absències.

Volem escriure’t de tot el món,
posarem flors al sobre:
un poc d’espígol i de fonoll,
tres margalides blanques,
un glop de mar i un tros de cel,
un tremolor dels arbres,
una misèria, uns records:
tots els que tu em deixares.

Un glop de mar i un tros de cel,
un tremolor dels arbres,
una misèria, ja ho sabem:
el que podem donar-te.

EL COLONO QUE ROMPIÓ EL DISEÑO SIN SABERLO Y CONOCIÓ LA DICHA Y EL GOZO


*

A veces ocurre en la historia de la colonia. Alguien, por alguna razón, consigue romper el caparazón del Diseño. Por supuesto no es consciente de haberlo roto, porque naturalmente nadie conoce la existencia del Diseño. Esa es su fortaleza, tanto es así que aunque algún intruso trate de revelarlo a alguno de los colonos, nadie lo creerá, y al intruso lo expulsarán, lo harán quedar en ridículo o lo matarán en un sacrificio ritual.

El colono  se cruzó con la mujer en uno de los estadios de adiestramiento físico destinados a descargar tensiones emocionales acumuladas en la musculatura.

En la vida de la colonia cuando alguien se encuentra inesperadamente con unos pocos instantes de gozo, le parecen un sueño que, una vez recuperada la vida normal dentro del Diseño, creen que nunca existió en realidad. Pero en el caso del colono de esta historia no fue así.

Por alguna razón le llamó excesivamente la atención aquella atleta cuando se quitó el casco y la coraza, terminado el partido, y se puso a hacer algunos movimientos de relajación y flexiones. En realidad no tenía un cuerpo tan excepcionalmente bello, o por lo menos no mucho más que otras mujeres de su entorno social; más bien podría parece un tanto hombruna. Ella se dio cuenta y él bajo la mirada como disculpándose en la distancia por si la había importunado, pero la mujer no bajo la suya. Sabía quién era él, uno de los ingenieros del sistema de ventilación de la ciudad. No era la primera vez que se cruzaban sus caminos, ¿porqué se la quedó mirando de aquel modo y porque se sintió tan avergonzado? Era normal que un hombre mirara a una mujer con admiración (el Diseño se servía de ciertos equívocos para dar una sensación de normalidad), pero cuando le brotaba el deseo irresistible de hacer el amor con ella, entonces la programación mental detonaba en el pensamiento resortes de culpabilidad y al hombre debía darle vergüenza. En la mujer era mucho peor, pero en aquel momento parecieron no funcionar tales resortes en aquella atleta y se permitió aceptar en su pensamiento el deseo de hacer el amor con aquel hombre, y por tanto transgredir las normas del Diseño en cuanto a vida matrimonial ordenada.

Durante muchos días él luchó contra esa sensación extraña que se había colocado detrás del esternón. Muchas veces había admirado la belleza de otras mujeres, pero cualquier sentimiento de atracción excesiva era disipado inmediatamente, no sin esos reproches y culpabilidades bien aprendidos en su conciencia, pero nada más. Nunca persistían como en aquella ocasión. Sobre todo porque la mujer, al volver a coincidir con él en algún lugar de congregación social, comedores, salas de conciertos, de conferencias,  iglesias, etc., lo miraba intensamente con aquel interés claramente transgresor.

Ambos llevaban una vida familiar ordenada y por supuesto ignoraban que ese orden les había sido implantado en el cerebro por las leyes del Diseño, como a cualquier habitante de la Colonia, para que creyesen que ese era el orden natural de los seres humanos y no debía alterarse. Romper el caparazón del Diseño empezaba precisamente por ese destello repentino e inesperado de la duda.

El contacto exagerado entre dos colonos puede llegar a producir ese destello, y entonces se oye un chasquido en el interior. El ritmo de la vida parece detenerse; los deberes, las tareas, los placeres programados, las soflamas religiosas, las arengas políticas pasan a un segundo plano y ambos colonos amantes descubrieron que efectivamente todo eso podía pasar a segundo plano, tanto, tan alejado del presente que ni siquiera se les ocurrió criticar ni preguntarse por qué habían estado viviendo en el espejismo creado por el Diseño. Simplemente se ocultaron y se entregaron al gozo y la dicha de descubrirse, y descubrir que la naturaleza también puede ser benigna y bendecir a sus criaturas con momentos de éxtasis que no aparecen en ninguno de los libros permitidos. Consiguieron esconderse en lo alto de la montaña, en uno de los antiguos almacenes de víveres, ya en desuso, construidos en las primeras épocas en que los precursores fundaron la ciudad, adonde les condujo otro colono que también huyó por breves instantes del Diseño.

No podían darse cuenta que con su intercambio pasional habían trascendido los niveles de conciencia ordinaria y accedido directamente a los misterios de los que hablan los libros antiguos, porque no había nada parecido en su programación educativa; tales misterios fueron guardados como tales y jamás explicados a la gente.

Pocos días después, el manto rosado del Diseño los encontraría e iba a cubrirlos de nuevo, y ambos regresarían a sus vidas ordenadas y programadas de la colonia, pero ya nada iba a ser lo mismo porque habían experimentado lo que realmente eran sus vidas fuera de las reglas del Diseño, como hicieron los primeros habitantes, antes de la época de las religiones y filosofías de masas. Y mucho más importante aún: habían aprendido a encontrar el camino para regresar a ese estado en otra ocasión. Lo esencial para ello, para reencontrar ese camino, era que ambos colonos amantes no cayeran en el desánimo de apartar aquellos días de dicha y gozo a la categoría de sueño, sino que mantuvieran en sus conciencias que aquello existió realmente y que podía repetirse. En alguno de los libros prohibidos se utilizaba la frase-truco, “Yo estuve allí”.

Juan Trigo

Noviembre 2012

En algún lugar de la galaxia.

Nota del autor: Larry y Andy Wachowsly no se atrevieron a hacer una película directa y abiertamente explicativa sobre el Diseño y montaron una burda escapatoria llamada “The Matrix”.

EXILIO


*

Aunque la mujer que lo acompañaba iba tapada con un mantón negro de pies a cabeza, Guzmán tuvo que usar la espada hasta el momento de embarcar, luego el capitán ya se embarcaría de proteger a sus pasajeros, tanto soldados como colonos, sobre todo estos últimos por orden expresa del rey Felipe IV. El puerto de Cartagena era uno de los lugares más peligrosos del reino, por ello quienes se enrolaban a poblar las colonias de ultramar debían esperar muchos días viviendo a cubierto en la misma Iglesia Mayor.

El capital del galeón no esperó ni dos días de haber zarpado para llamarlo a su estancia en el castillo de popa.

– Puede guardar la espada Excelencia – dijo al verle entrar – y no se preocupe por su mujer, uno de mis mejores hombres tiene orden de protegerla con su vida, aunque a bordo no puede pasarle nada; aquí mando yo.

Como el hombre mostraba una ostensible expresión de sorpresa, el capitán continuó.

– Le he reconocido, Excelencia…
– ¡No me llame así! – cortó Guzmán masticando cada una de sus breves palabras.
– Como guste…
– ¿Qué quiere de mí?
– Que tenga un viaje cómodo, y el castillo de proa no es lugar para que una dama pase los tres largos meses de viaje que nos esperan.
– Gran parte de los colonos están alojados ahí. Nos hemos acomodado muy bien, no debe preocuparse por ello.
– Ah, – chasqueó la lengua – se lo diré corrido… señor, porque veo que es hombre de pocas palabras: Se lo debo.
– ¿Qué? ¿Cómo ha dicho?
– Mi hermana. Usted salvó a mi hermana del patíbulo.
– Capitán, le aseguro que no sé de qué me habla. Si sabe quien soy sabrá que siempre he vivido en Madrid.
– Claro, en la corte…
– ¡Capitán, eso es el pasado!
– Sí, ya supongo que un hombre como usted embarcarse a las Américas debe tener sus razones. Yo también vivo en Madrid cuando no estoy embarcado. Hace menos de un año usted, a la sazón prefecto de la ciudad, se interpuso para que no ahorcaran a mi hermana. No hizo público que el juico fue una farsa, pero simplemente le concedió el indulto.
– ¿Su nombre?
– Elvira Arboledas, de Toledo…
– Ah, sí ¿aquella mascarada que trato de resucitar la revuelta de los Comuneros de Toledo casi medio siglo atrás?
– Exacto.
– No podía permitirlo, capitán. El yerno de Olivares… Pero no digamos nombres, por favor. Aquí he venido absolutamente desnudo de honores y de nombre. Todo eso quedó atrás. Está bien, si le hace feliz alojarnos en popa le quedaré muy agradecido… Uno nunca sabe en esta vida con quien se va a tropezar.
– Muy justo señor… Hugo Torres, de Medina del Campo, ¿no es cierto? Ese es el nombre con el que se han alistado usted y su esposa. – ambos hombres se quedaron mirando brevísimos instantes para comprobar que al recién llegado le resultaba muy embarazoso hablar de su pasado, de modo que el capitán le ahorró el sufrimiento. – Está bien Señor… Torres, en honor al gran favor que le debo no insistiré en saber o hablar de nada más.

El capital se levantó para abrirle la puerta y dar instrucciones a su asistente para que colocaran al matrimonio en un camarote individual no lejos del suyo.

Aquellas larguísimas travesías eran un pedazo inolvidable en la vida de los que se embarcaban a probar fortuna en el Nuevo Mundo, tuvieran las razones que tuviesen para hacerlo. El capitán cumplió su promesa de no importunar a su pasajero y salvaguardar el anonimato al que éste se había impuesto y lo demostró no invitándole a tomar los refrigerios en su camarote como hubiera correspondido a un huésped ilustre, y además saludándole apenas con un levísimo cabeceo si coincidían en la borda o en las escalinatas. Pero el rio de la vida es obstinado y se empeña en conducir a las personas por las aguas que le parecen más lógicas, y las circunstancias, digamos indiscretas, se fueron sucediendo sin prisa, pero a tiempo antes de que el viaje tocara a su fin.

La fuerte empatía entre los dos hombres los hizo coincidir en cubierta muy a menudo, y las turbulencias internas del pasajero fuéronle acercando a comentar esto o aquello a su capitán. Al tiempo que éste no dudó en pedir consejo al emigrante sobre cuestiones de jurisprudencia militar para con acontecimientos que ocurrieron a bordo y que sabía muy bien de su pericia y conocimiento. Y, como ocurre normalmente fue la mujer, en su papel arquetípico de la Dama del Lago, la que unió lo que estaba destinado a unirse. Siempre acompañaba a su marido porque no se mareaba lo más mínimo ni en medio de un temporal y no estaba hecha para quedarse a refugio en ningún camarote.

En una larga conversación apoyados los tres en la borda, en un momento dado la mujer decidió romper los estériles circunloquio entre ambos hombres:

– Pero, ¿por qué no se lo cuentas Guzmán? Habéis llegado a ser buenos amigos, y además, ¿no dices que no tienes nada de qué avergonzarte?
– No me llames así.
– ¿Cómo voy a llamarte sino es por tu propio nombre? No nos oye nadie.
– Pero hemos de tener cuidado…
– ¿De qué? – insistió ella – Ni en España nos perseguía nadie.
– Tú no sabes muchas cosas.
– ¿Liberaría su conciencia, señor – dijo entonces el capitán – si compartiera alguna de sus angustias con un amigo? – El rostro curtido per noble del marino le hizo pensar a Guzmán, que hacía mucho tiempo no se encontraba con una faz tan sólida y confiable. Pero como no pudo disimular sus dudas, éste propuso: – No tenemos porqué hablar aquí, el despacho del capitán en un galeón español es como un sancta sanctorum inviolable. Creo que se sentirán más cómodos y me darán la ocasión de invitarles a un buen vino de Jerez, digno de un Grande de España. – Guzman cerró los ojos al oír esto; él capitán conocía muy bien a su pasajero.

Al cerrar la puerta el capital los dejó acostumbrarse a la estancia y luego les señaló dos sillas frente a la mesa y trajo tres copas y la botella. Una vez servidos y sospesando que Guzmán ya estaría en disposición de compartir sus amarguras, aventuró:

– Relaje esa expresión Excelencia, y no me pida que le llame de otro modo, porque usted pudo muy bien haber dejado pasar aquella mascarada de juicio político y mi hermana estaría muerta, y probablemente otros miembros de nuestra familia. No era de su jurisdicción ni tenía intereses en aquel juicio, y sin embargo se metió de por medio como jinete que entra en un comedor repleto de invitados; solo le faltó blandir su espada, de la que tengo entendido es muy diestro. Por cierto, algún día me gustaría medirme por diversión con usted.
– A su entera disposición, capitán.
– ¿Por qué lo hizo, Excelencia?
– Era un montaje, prevaricación por los cuatro costados, manchaba el honor de las instituciones.
– Honor que demasiados validos y nobles no han dejado de manchar desde hace siglos. Pero usted en aquella ocasión simplemente no pudo más. ¿Qué fue lo que le dio el vuelco a su… corazón. Ya entiendo. ¡Gran Dios, el poder del amor! Usted ya conocía a su esposa.
– Aun no lo es, nos casaremos en América.
– O puedo casarles yo, por la jurisprudencia del mar, si lo desea.
– Creo que… – se volvió a la mujer – a mi esposa le gustaría mucho. – Ella asintió con el semblante arrobado por la más intensa de las emociones humanas.
– Bendita sea usted, señora. – Soltó el capitán sin reprimir un gramo de la suya.
– Oh, señor, yo no tuve nada que ver. – protesto ella bajando la cabeza – No sabía nada de ese juicio, yo solo era una sirvienta de palacio sin instrucción ni información sobre las cosas de fuera.
– No hizo falta, simplemente y sin pretenderlo sacó de su hombre lo mejor de él. Así de sencillo y así de grandioso.
– Nos conectó – empezó Guzmán, que no utilizó la palabra “presentó” – la Gobernanta de palacio… – su mirada quedó extasiada en un punto en la lejanía del mar a través de los ventanales inclinados hacia adentro. El capitán esperó, porque adivinaba que iba a abrirse una historia insólita ante él.

Entró en palacio como ama de cría cuando yo nací. Ya sabe las mujeres de la nobleza no quieren estropearse los pechos al dar de mamar. Me crió y me vio crecer cargando con muchos oficios de la servidumbre, hasta que yo la ascendí a Gobernanta pocos días antes de mi matrimonio con Doña Leonor de Palencia. Necesitaba alguien de entera confianza a mi lado; un matrimonio político es el principio de una gran guerra sin cuartel y uno necesita de gente en quien confiar. Ha sido mi soporte y consejera en todo momento, incluso cuando la cuestión dinástica, la falta de descendencia, quiero decir, empezó a hacerse especialmente cruenta porque Leonor no se quedaba embarazada y actuó también para tratar de solucionarlo proporcionarme estímulos con los que después cumplir con mis obligaciones de alcoba. Pronto se dio cuenta que me estaba faltando una emoción que las prostitutas, por lo mercantil de su oficio no me podían dar, y pensó en alguien que no obrara en él. Y entonces atinó en Maria, se lo propuso y ella accedió por amor.

Ambos amantes quedáronse mirando unos instantes de esa manera en que se dicen mutuamente que no puede haber ángel del Señor, ni el Señor mismo, que pueda expulsarlos del Paraíso. Guzmán sonrió cómplice a su amada y continuó.

Yo no había conocido la pasión hasta aquel momento. Una educación muy rígida en los preceptos de la Iglesia y los valores castrenses, y una historia entregada al servició de la familia y del Estado. De joven en el Internado de Nuestro Señor del Santo Oficio, y cuando tuve edad me ingresaron en el ejército, y ya sabe, Capitán, en España jamás han faltado guerras que librar contra sus numerosos enemigos que se generaban unos a otros. Luego vino el nombramiento, los títulos, el matrimonio para unir las dos familias, etc., etc.

La primera noche con Maria fue haber descubierto Arcadia de la que hablan Lope o Góngora, y tantos otros poetas de la antigüedad. La Gobernanta tuvo la intención de que yaciéramos un rato, pero se nos fue la noche hasta que el alba resulto un recuerdo lejano. Se inquietó, porque eso suponía una grave interrupción de insospechadas consecuencias, en mi vida ordenada al servicio del Rey. Pero ya nadie pudo cerrar aquella puerta ni silenciar sus goznes. ¿Cómo se puede parar un torrente cuando se ha abierto camino desde lo alto de las montañas? Pobre gobernanta, no se imaginó la tempestad que hubo desencadenado al procurar por la descendencia de la familia. No sé si algún día podrá superar su inútil sentido de culpabilidad. Para mí y para Maria, fue un verdadero angel del cielo, un enviado del Altísimo.

Y, en efecto, creo que el juicio a su hermana, capitán, tuvo lugar días después. Yo no podía cambiar mi pasado ni a la corte, pero sí que tenía plena potestad para poner en su sitio a aquel grupo de conspiradores, y lo hice. Ahora pienso que por puro placer o rabia, o por ambas cosas, y le aseguro que los descargué sobradamente al meter a todos esos parásitos entre rejas. Aunque a estas horas ya habrán salido…

– No se preocupe Excelencia, mi hermana ya está a salvo en Francia, donde tenemos parientes.
– Capitán, me complace su deferencia a la institución que representé, pero no creo que en el Nuevo Mundo y empezando una Nueva Vida, esos títulos vayan a tener mucha importancia. Basta que me llame por mi nombre de pila: Guzmán.
– Pero lleváis credenciales reales para el Virrey.
– Bueno, ya sabe, uno ha aprendido a no retirarse sin condiciones. No podía ser de otra manera llevando a Maria conmigo, y probablemente a alguien más en su vientre.
– Eso… – intervino Maria por primera vez, suave pero firme – solo Dios lo sabe.

Entonces el capitán se permitió mostrar una franca mirada de admiración hacia ella. ¿Qué mujer debía ser aquella humilde lavandera, que probablemente no supiera leer ni escribir, para haber puesto patas arriba una de las familias más ilustres del reino? Unos ojos negros brillantes, de mirada intensa y decidida, orgullosa de su poder. No tenía ni idea de lo que les esperaba en el nuevo mundo, pero no parecía importarle, fuera lo que fuese; había logrado resucitar a un muerto en vida, y ese resucitado resultó ser un hombre que descubría a golpe de caricias una devastadora pasión por la vida; la mujer, si quiere o le dejan, encarna la misma vida y se alimenta de la pasión del hombre, cuán más descontrolada mejor. Y su hombre había cambiado la dirección de su fuerza, de los campos de batalla y de las intrigas palaciegas a colmarla hasta hacerle perder la noción de las cosas cotidianas; y ella se aplicó a ello desde aquel bendito día en que se conocieron en la clandestinidad de lo que llaman la vida real.

Juan Trigo

«LA PRUEBA DEL ZORRO», CUENTO SUFÍ


Érase una vez un zorro que se encontró a un joven conejo en el bosque. El conejo preguntó:
“¿Qué eres tú?”.

El zorro respondió: “Soy un zorro y podría comerte si quisiera”.
“¿Cómo puedes probar que eres un zorro?”, preguntó el conejo.
El zorro no sabía qué contestar, porque en el pasado los conejos siempre habían huido de él sin plantearle cuestiones de este tipo.
El conejo dijo: “Si me puedes mostrar una prueba escrita de que eres un zorro, te creeré”.
Así pues, el zorro acudió corriendo al león, que le dio un certificado de que era realmente un zorro.
Cuando volvió, el conejo estaba esperando y el zorro empezó a leer el documento. Estaba tan encantado que iba saboreando los párrafos con un lento placer. Mientras tanto, habiendo captado lo esencial del mensaje, el conejo se metió rápidamente en su madriguera y nunca volvió a ser visto.
El zorro regresó a la guarida del león, en donde vio a un ciervo conversando con él. El ciervo estaba diciendo.
“Quiero ver una prueba escrita de que eres un león…”
El león le dijo: “Cuando no tengo hambre, no necesito molestarme. Cuando tengo hambre, no necesitas nada por escrito.”
El zorro dijo al león. “¿Por qué no me dijiste esto, cuando te pedí un certificado para el conejo?”
“Mi querido amigo”, replicó el león, “debías haberme dicho que éste te lo pedía un conejo. Pensé que era para un estúpido ser humano, del que algunos de estos estúpidos animales han aprendido ese pasatiempo”.

IDRIES SHAH, en «La sabiduria de los idiotas».